Los poderes públicos en España son más reticentes que en cualquier otro lugar del mundo democrático a compartir la información con los ciudadanos. Actúan como si fuera suya y no perteneciera al conjunto de los contribuyentes que la sufraga con sus impuestos. Esa opacidad ha impedido, por ejemplo, conocer cómo se emplean los recursos de todos en las administraciones donde el despilfarro ha alcanzado cotas notables. Los políticos que se encuentran al cargo de ellas, con independencia de color o ideología, han levantado auténticos muros para evitar la transparencia de la que tanto presumen algunos, sin que nadie esté dispuesto hasta ahora a romper una lanza en su favor.

De hecho, el borrador de ley encargado por la exministra María Teresa Fernández de la Vega hace más de un año, donde se reconoce el derecho de los ciudadanos de acceder a la información pública duerme por ahora en un cajón el sueño de los justos. Precisamente el día en que se anunció el adelanto de la convocatoria de elecciones generales, el pasado 29 de julio, el ministro de Presidencia, Ramón Jáuregui, presentó un nuevo texto que no se aprobó en la legislatura. Se trata de una promesa electoral de 2004.

Este anteproyecto, como ocurre con otras normas de su género aprobadas en Europa y América, considera información pública toda aquella que haya sido elaborada o adquirida por los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones y que se halle en su poder. No es el ciudadano quien tiene que justificar su interés en conocer un dato, sino la Administración la que debe explicar su negativa a facilitárselo en el caso de que se tratase de un asunto altamente confidencial. El secreto está considerado en otras leyes algo excepcional y las denegaciones de acceso a la información tienen un límite y están debidamente motivadas.

Cualquier ciudadano dispone del derecho a recurrir las denegaciones o la falta de respuesta ante las solicitudes realizadas. En las normativas que existen en vigor, para que el derecho de acceso a la información sea efectivo y ésta no pierda actualidad, se fijan plazos taxativos para responder en función de la complejidad o el volumen de los documentos requeridos.

Pero la historia se explica de otra manera en el país de la opacidad. Los políticos ven habitualmente como una intromisión y, a veces, como un engorro la demanda de información. Cualquier pretexto sirve para dar largas, cuando no la callada por respuesta. Los periodistas, en su calidad de intermediarios, entre la fuente y su lectores, los ciudadanos, somos testigos de la dificultad que entraña abrirse paso en asuntos que la Administración debería exponer con la mayor transparencia sin que fuesen siquiera solicitados.

En la práctica habitual, los poderes públicos utilizan a sus fontaneros no ya para desviar el tiro, sino para poner un dique a la información, despachándola con largas cambiadas o una nota de prensa insulsa. En tiempo de elecciones, los llamados spin doctors, aunque aquí resultaría excesivo definirlos así, utilizan exclusivamente munición propagandística.

Sin ir más lejos, en Asturias los gobiernos de Sergio Marqués y de Vicente Álvarez-Areces, utilizaron recursos públicos que se desconocen, por medio de fondos de reptiles, para premiar a los medios de comunicación que les aplaudían con las orejas y castigar a los independientes. En función, claro está, del interés que tenían los últimos por contar a los administrados asuntos que les resultaban incómodos a los administradores y del entreguismo de los primeros que renunciaban a ejercer el oficio como es debido.

Ahora, sin una ley de acceso a la información pública y de la transparencia, el camino de la opacidad elegido por quienes ostentan el poder público en el Principado es el mismo pero con una pulsión autoritaria en las formas que se desconocía. Urge la tramitación de ese ley y aquellos políticos y servidores públicos que con mayor frecuencia invocan el regeneracionismo debería ser quienes más alto la reclamasen.

Tomando como ejemplo las palabras referidas a la escritura de John Lewis Gaddis, el gran historiador de la Guerra Fría, la transparencia informativa en las administraciones debería imitar el diseño del Centro Pompidou de París, que exhibe con orgullo sus ascensores, tuberías y cables fuera del edificio. A la vista de todos.