Muy cerca de aquí, tras los Pirineos, se alza Francia. Una gran nación, llena de historia, de cultura, tradiciones, cuna de la Ilustración, patria de la revolución que para siempre llevará su nombre, morada de la llegada a nuestro mundo del ciudadano igual, libre y con ansias de ser fraterno de sus semejantes, tierra del chauvinismo, el Rey Sol, Molière y Napoleón, sede originaria del foie y el champagne y de tantas y tantas características, productos y personajes singulares que de enumerarlos haría eterno este párrafo.

Es francés el vecino de siempre, distinto, parecido y, a veces igual. Y, salvando que es ciertamente tópico e inexacto de que los pueblos sean de una determinada y concreta manera, habrá que servirse de esa licencia para –inexactamente– poder generalizar y así poder describir algo parecido a la realidad.

No es extraño saber de la existencia de ciudadanos galos que lucen apellidos españoles y viceversa, aunque en menor proporción en éste caso. Fue la Guerra Civil, aparte de otros momentos, la que llevó a muchos de los nuestros a establecerse en suelo francés en un exilio definitivo en su mayor parte. Hace años que es frecuente llamarse Renè García u Olivier Martínez. Así cabe recordar esa selección francesa de fútbol entrenada por Michel Hidalgo e integrada por los Fernández, Larios, Castañeda y otros. Sin embargo, tanta cercanía y parentesco no pueden cambiar de un plumazo siglos de desconfianza y rivalidad. Es una constante la contradicción de la relación mutua en cada circunstancia, tratándose de nuestros hoy socios y aliados: somos habitualmente mirados entre el cariño y el desprecio, e igualmente nosotros les vemos las más de las veces algo así como «admirados gabachos». Y no cesa.

La reciente declaración en el país vecino como patrimonio cultural de la fiesta de los toros abunda en alguna teoría que cree firmemente que el francés es o se siente muy francés y muchas cosas, entre otras español. Españoles y algo más, ya ven. También la francesa ópera Carmen –su existencia– denota una innegable fascinación por lo hispánico. Y la reciente y reiterada broma del «guiñol» televisivo es obviamente cara de la misma moneda. Interesa y mucho lo nuestro allá, no puede entenderse de otra manera. Es conocido que ha habido y hay muchos británicos hispanistas expertos. Dicen que, por el contrario en Francia, hay muy pocos que no lo son.

Las comunicaciones, los transportes y la cacareada globalización acortan distancias y atenúan diferencias sociológicas y conductuales. El acceso a los idiomas ajenos o el general conocimiento del inglés son también una auténtica autopista que acerca a los pueblos entre sí física y espiritualmente, pero aún hoy hay fronteras. Y se dan hasta allá donde hoy han sido abolidas. Quizá como un residuo, un atavismo tardomedieval, un programa televisivo francés de humor se ocupa estos días de nuestros deportistas con alguna mala baba.

Bajo la coartada de la realización de un presunto espectáculo humorístico, unos extraños guionistas –no consta que para ello se dopen– crean lamentables bromas conducidas por bustos parlantes y muñecos que adjudican conductas ilegales y uso de drogas y sustancias bioquímicas potenciadoras de las capacidades físicas de los jugadores españoles de diversas disciplinas deportivas, explicando así sus triunfos. Las atléticas carreras de estos profesionales tienen una trayectoria temporal nunca demasiado larga y poner en duda su autenticidad o limpieza de modo gratuito es una acción frívola e injusta que puede perjudicarles. Es absurdo, pero estos practicantes del deporte de elite de exitoso palmarés que tanta caña reciben de ese pequeño grupo de la farándula francesa son españoles. Ciudadanos comunitarios, radicados al sur de Bayona, Toulousse, El Rosellón o Perpiñán. Casi franceses, aunque no tanto.