La calle es el espejo donde se mira la vida. Sólo que ahora el reflejo que devuelve es un efecto óptico, el eco de un tiempo pasado, el miedo oculto detrás de las gafas de sol y de las sonrisas postizas. Si observamos sin prisa las calles de cualquier ciudad, veremos que están llenas de gente que anda a la velocidad máxima permitida, sin mirarse de frente, cubriéndose con la guardia en alto y el gesto amargo, sin detenerse unos segundos delante de un escaparate, de los músicos, de las personas estatua que sacan al aire su talento, su esfuerzo, la libertad de hacer lo que le gustan a cambio de unas monedas con las que sobrevivir. Ni siquiera se mira de soslayo al desánimo y al pesimismo que se dan el pico en las esquinas de la realidad. Lo que los ojos no ven, el corazón no lo siente. Somos los rostros y el paso fugitivo del aumento de la presión en el trabajo, de las amenazas del nuevo feudalismo laboral, de las exigencias de la economía doméstica para salir adelante, de la corrupción de cuello blanco, de la falta de expectativas que nos han deshumanizado hasta convertirnos en zombies.

En una estación del metro de Washington se llevo a cabo, a finales de enero, un experimento social sobre la percepción, el gusto y las preferencias de los ciudadanos. Lo hemos conocido gracias a Facebook, donde cada vez se cuelgan más denuncias, reflexiones, sueños, declaraciones de amor y de principios, huellas existenciales, ingenuas formas de llamar la atención y algunas de las diferentes maneras de poner algo de poesía en medio de las tragedias. Un hombre con un violín se colocó en la pared de un pasillo y tocó piezas de Bach durante cuarenta y cinco minutos. En ese tiempo más de 1.100 personas pasaron por su lado, rumbo a los fogones subterráneos de su trabajo. Sólo seis se detuvieron a escucharlo unos minutos y veinte le dejaron unas monedas sin aminorar el ritmo de sus zapatos. El músico callejero era Joshua Bell, un reconocido violinista que dos días antes celebró un concierto en el Teatro de Boston, donde las entradas costaban cien dólares.

El experimento demuestra que andamos huérfanos de sensibilidad, que no vemos el mundo desde fuera ni desde dentro, que cada día nos perdamos la belleza, la emoción, la sorpresa de esos pequeños detalles en los que reside la gratificante felicidad de sentirnos vivos. Aquí, en nuestra ciudad, ocurre igual. Varias personas estatua, un cuarteto de cuerda y un saxofonista callejero, me lo certificaron ayer, en la calle Larios, cuando les pregunté si la gente se detiene frente a lo que hacen, y si antes de marcharse les dejan unas monedas. Para lo mayoría, exceptuando a los niños, somos invisibles, me dijeron con ojos cansados. La crisis que nos conduce a otra recesión, la tendencia de los políticos a considerarnos meros extras del escenario de sus decisiones y la dictadura de las reglas del mercado, han devaluado progresivamente nuestra capacidad de asombrarnos, de gozar y de vivir.

Ya habíamos perdido el respeto, la educación, la tolerancia, la solidaridad, la conciencia crítica. Y ahora hemos perdido también la capacidad de desatarnos del vértigo que nos comprime y esclaviza. Cada vez nos resulta más difícil encontrar tiempo para hacer lo que nos gusta o para perderlo con placer, como defendía el cineasta Ettore Scola. Ahora sólo tenemos horas para trabajar, hacer cuentas y dormir con arañas en el sueño y en el estómago. Incluso hemos olvidado la necesidad de encontrar la forma de entendernos porque intentarlo exige una dedicación de tiempo. Los miedos y las incertidumbres se nos amontonan; el individualismo nos uniforma como salvoconducto y, para colmo, regresan viejos comportamientos guerra civilistas y fanáticos, como el ataque a la Fresh Gallery de Madrid por mostrar fotografías de Bruce LaBruce que mezclan sexo y religión o la polémica desatada en Arco por una instalación sobre Franco, que nos dividen y nos enfrentan cuando más importante es que estemos unidos. Unidos no por patriotismo como reclamó ayer en Sevilla el expresidente Aznar sino porque es la única manera de reconstruir las esperanzas, la realidad que es igual que un edificio en ruinas bajo el que pasamos como sombras a la deriva, sin regalarnos un poco de emoción y sin tiempo para la vida.