He conocido a personas núbiles, jubilosas, rudimentarias e, incluso, cobrizas y torpes; el ser humano, sobre todo, en primavera, está por todas partes, lo difícil es encontrar a alguien con talento verdadero para la desaparición. Por más meritoria que resulte la permanencia, justamente ahora, cuando las cadenas de la economía agitan las gargantillas y amargan el cuplé, no hay nada, sigue habiendo nada, comparable al acto generoso y salvaje de guardar el rifle e invocar al genio de la derrota, del reconocimiento de la inutilidad. El hombre es un bicho tercamente vivo y vivaracho, confecionado para atender sus ambiciones, lo que dificulta, por fortuna, la concurrencia del estilo y la gracia en la tarea de venirse abajo, de convertir en un único y envidiable hecho desolado la fuerza de la desolación.

En este campo de pasiones negras, pocos ejemplos me resultan tan confortables, estéticamente confortables, se entiende, como el del protagonista de El Malogrado, de Thomas Bernhard; un pianista que renuncia a la música y a su piano, marca Steinhoff, tras conocer de cerca a Glenn Gould y al talento de Glenn Gould. En las últimas páginas de la novela, recientemente reeditada por Alfaguara, con traducción de Miguel Sáenz, el personaje no sólo se conforma con la apatía y con esa cosa tan austriaca e hiperbórea del suicidio, sino que convierte su huida en un espectáculo grotesco, expresionista, más de circo que de salón; en su descenso a los infiernos, el pianista regala el Steinhoff a la hija más tosca de un labriego, deja su casa de campo en manos de ruidosos indigentes, aporrrea sistemáticamente el teclado con una secuencia urticante, atonal. Un movimiento interesante, en la cumbre del propio abandono, de la renuncia histérica.

La realidad, ese asunto tan tozudo, ha dado recientemente otros casos de virtuosismo autodestructivo; el del capitán del Concordia, Schertino, por sus implicaciones neurasténicas y humanitarias, es feo e impuro. El cineasta Steven Soderbergh se acerca un poco más a la hipérbole de Bernhard, aunque de un modo frívolo y lucrativo. El director, de audacia moderada, ha decidido dejar el cine (ya) y para celebrarlo arremete contra el público con dos películas tan consecutivas como estúpidas y rácanas, impropias de un ser humano con aspiraciones a no dejar de serlo, al menos, desde una perspectiva intelectual. La factura Soderbergh, por la perseverancia, se observa también en el harakiri del PSOE en la Junta, donde sólo falta ver a Griñán con el ojo tapado y la espada sarracena, agujereando lo que queda del entarimado de la administración. Los socialistas, como partido, se enfrentan a algo más importante que las elecciones, el inicio de un periodo que exige una metamorfosis total, pero que no parece cercano y ni siquiera probable. Dentro de quince años, me temo que en las listas seguirán Mar Moreno y Luis Pizarro, probablemente luchando contra Arenas y Gordillo, que también. Todos unidos en el número más gordo, plúmbleo y despreciativo que haya conocido la historia de la autodestrucción. Y con la bandera de Andalucía a la deriva, como el viejo Steinhoff del personaje de Bernhard.