Qué atrás quedan los tiempos en que se dirimía si Letizia sería capaz de ejercer su papel a satisfacción y si frenaría el gusanillo que se le despierta en cuanto ve un micro suelto. A día de hoy la pregunta se responde por sí sola: maldita las ganas de entrar al trapo visto el aspecto que éste presenta. Junto al marido y a las niñas, dejó a la prensa a unos cuantos kilómetros de distancia en su visita al centro donde se restablece el yayo. No voy a decir que la princesa eche de menos su anterior actividad heredada en vena, pero, por muy duro que sea el ere en el ente televisivo, el que afectaría a los miembros de la plantilla a la que pertenece ha tenido históricamente unos efectos perfectamente descriptibles. La vida está así.

Cuentan que vienen registrándose casos y más casos de parejas normales, carne de divorcio, que resisten bajo el mismo techo y que, en no hablarse ni salir de parranda ni aprovechar ninguna oferta de viaje, han descubierto un mundo insospechado para ahorrar la tira. En el círculo regio al que pertenece nuestra protagonista no se para, sin embargo, de ir de acá para allá sin que nadie sepa con precisión adónde se dirige alguno de ellos teniendo en cuenta que la mayoría de los movimientos corren a cuenta del respetable. Al menos en este capítulo sería deseable que la transición terminara de una vez.

Visto en perspectiva, nada más eficaz que contemplar al propio monarca con sus aficiones al desnudo para abrir la veda, después de décadas de navegar en una burbuja. Y hemos logrado distorsionar tanto la óptica que, sobre lo que se ha puesto la mirada hasta hace dos días, ha sido en la extrema delgadez de la plebeya mientras que acerca de lo mollar seguía haciéndose la vista gorda. Es hora, pues, de tener nosotros –no ustedes– un gesto con Letizia porque, por lo que hasta ahora ha sido señalada, nada de ello nos avergüenza y porque, con su elección, dejó para algún colega una plaza libre. Bueno, dos. A Peñafiel debe estar a punto de darle algo.