He visto la escena en la calle, temprano, a primera hora de la mañana. Un hombre caminaba con la cabeza baja, muy deprisa, con las manos a la espalda. Y detrás, a unos diez pasos, iba otro hombre, más o menos de su misma edad -50 años-, que le gritaba:

-¡Cabrón, hijoputa, ojalá te corten la cabeza!

Yo conocía al primer hombre, que era el director de una sucursal bancaria donde hace tiempo tenía mis ahorros (que no eran, por supuesto, esa birria de los 22 millones de euros del extesorero Bárcenas). Aquel director me caía bien. Era un hombre discreto, eficiente, más o menos de mi edad, que atendía con rapidez y que nunca perdía el tiempo. No sé por qué, pero me inspiraba confianza. La gente que tiene acceso a los movimientos de tu cuenta corriente sabe muchas cosas de tu vida, por lo general cosas no demasiado envidiables y que no te gustaría ver aireadas, pero aquel director lograba que hasta la pregunta más incómoda sonara neutra o incluso respetuosa. Recuerdo que tenía una foto de su familia en el despacho, y yo pensaba que aquel hombre era un buen padre de familia y un tipo con el que no era difícil convivir. Alguien, en fin, que conseguía facilitar las cosas en vez de complicarlas.

Hacía bastante tiempo que no lo veía, algo así como dos años, pero ayer vi a aquel hombre mucho más envejecido, tanto que me costó trabajo reconocerlo. Tenía el pelo blanco (no canoso, sino blanco por completo) y caminaba encorvado, con el cuerpo escorado hacia un lado, como si le costase mucho mantenerse erguido. Pero lo que más me llamó la atención fue su expresión: aquel hombre tenía los ojos hundidos y la boca torcida en una especie de mueca de dolor, un dolor sordo que no disminuía nunca y que parecía haberse vuelto crónico y ocupar todo su cuerpo. Cuando pasé frente a él, el hombre me miró un segundo, pero en seguida apartó la vista y volvió a mirar al suelo, bajando la cabeza de forma automática, como si temiera mirar a la gente, o peor aún, como si temiera que la gente le mirara y descubriera quién era.

Y entonces reparé en el hombre que caminaba deprisa detrás de él y que le gritaba «¡Cabrón, hijoputa, ojalá te corten la cabeza!». El otro hombre llevaba un periódico arrugado entre las manos, y caminaba a unos diez pasos del director de la sucursal, manteniendo siempre la misma distancia, como si no quisiera alcanzarle, sino simplemente seguirle a la distancia adecuada para que el director pudiera oír bien sus insultos. Los repetía de forma maquinal y con aire cansino, lo que me hizo pensar que cada día escenificaba el mismo ritual, quizá siempre a la misma hora, cuando el director salía a desayunar y repetía el mismo trayecto por la misma acera, así que el perseguidor se había aprendido de memoria el tono y el ritmo y la intensidad de sus insultos, que iba acompasando a sus zancadas para que todo le resultase más fácil y al mismo tiempo más teatral. Cuando el perseguidor pasó a mi lado, me fijé en que me miraba un instante con una especie de gesto cómplice mientras levantaba un poco la voz, como si quisiera que todos nosotros, los transeúntes, pudiéramos oír muy bien los insultos, que ahora repetía mucho más deprisa, casi atropellándose y mezclando las palabras como si formasen una nueva palabra que sólo tenía sentido para él, ya que era la única persona que sabía con exactitud qué clase de hechos la habían hecho posible: «cabrónhijoputaojalátecortenlacabeza».

En seguida los dos hombres se han perdido calle abajo, el uno caminando con la cabeza gacha y el gesto de dolor, y el otro repitiendo su sarta de insultos que a mí no me han sonado a insultos, sino más bien a una especie de letanía que de algún modo intentaba aplacar otra clase de dolor. Era fácil deducir que el perseguidor era un afectado por las preferentes que había invertido sus ahorros y los había perdido, y que el director de la sucursal había sido uno de los responsables -si no el único- de que el otro hombre invirtiera así sus ahorros, ya que le convenció para que comprara esos productos engañosos que en realidad consistían en una estafa morrocotuda.

Mientras veía aquella escena, he pensado en el dolor y en la rabia del pobre hombre que había perdido sus ahorros de toda la vida, quizá no mucho dinero, pero el suficiente para tener una vejez tranquila que ahora ya no lo será. Pero también he pensado en el dolor del director de la sucursal, a quien es muy posible que obligaran a vender aquellos productos, amenazándolo con traslados o represalias si no lo hacía (o incluso con una jubilación anticipada o un despido), y que quizá tuvo que resignarse a engañar a sus clientes sabiendo que estaba engañándolos. Y luego, al seguir caminando, he pensado en los verdaderos responsables de todo esto, a los que nadie persigue ni insulta por la calle, y que siguen viviendo tan tranquilos, protegidos por sus amigos políticos y por sus bufetes de abogados y por el cristal antibalas de sus despachos en la planta noble de los grandes edificios corporativos.