Había dejado de soñar hacía tiempo. Recordaba que hacía varios años, seis o siete, se levantaba con recuerdos vagos en los que volaba como un superhéroe por la ciudad, haciendo todo tipo de cabriolas increíbles en un cielo azul que se tornaba en un arco iris. En otras ocasiones aparecía conduciendo un gran coche o en una mansión que no conocía, pero sobre la que tenía la fuerte sensación de que era suya. Esos sueños se desvanecían al poco de despertarse, aunque dejaban un sentimiento de comodidad y tranquilidad en su mente. O quizás los sueños eran el reflejo de esos sentimientos. Nunca lo tuvo claro. Sólo sabía que se sentía bien por la mañana. Dispuesto a comerse el mundo y la luna, si era necesario, como postre.

Fue hace mucho tiempo. Ya ni recuerda cuánto. Ahora los días se hacían eternos y dormir no representaba mucha diferencia con estar despierto. Soñaba lo que vivía. Nada. Pero lo prefería. No quería ni recordar la época en que se despertaba con sudores fríos y el corazón apretado por el puño de la ansiedad. Cuando sus primeros recuerdos de la noche eran las lágrimas que se le habían secado en la cara y ahora le pinchaban al frotarse los ojos. No. Prefería no soñar nada.

Como cada mañana volvió a abrir los ojos tumbado en su cama. No había puesto despertador ni sabía la hora. Su vida se limitaba a que las horas pasaran en una carrera alocada, con la única meta de llegar a la noche, dormir para que pasaran más horas y volver a empezar. Así llevaba desde hacía tres años. Ni familia ni amigos. Sólo días que pasaban sin más. Los pocos esfuerzos que hacía eran para procurarse algo de comer y asearse de vez en cuando. Seis años en paro lo habían convertido en un paria. Un inútil. Un fracaso. Un hombre-nada. Otro más. Casi ni recordaba su nombre. ¿Quién lo recordaba?

El timbre protestó con fuerza. Estaba todavía en la cama y se sobresaltó. Hacía tiempo que nadie lo tocaba. La curiosidad, sin embargo, no era tan fuerte como para abrir la puerta. Le asustaba que alguien conocido viera en lo que se había convertido. O mejor dicho, en lo que había dejado en el camino. Varias horas después se fue al baño y vio un sobre blanco junto a la puerta. Lo cogió. Tenía un membrete oficial. Una notificación. «Desahucio», acertó a leer casi con desgana. La palabra se fue metiendo en su mente, como una lombriz excavando en la tierra.

Poco a poco se fue asentando su significado. El terror le caló. Tiritó, pese a que no hacía frío. La carta cayó al suelo. Quería dormir. No soñar nada. No ser una cifra en una estadística. No ser uno de seis millones.