Hacía años que no íbamos al cine juntos. Mi padre, ya octogenario, y yo terminamos esa tarde de verano en Málaga, de la manera más insospechada, siendo los únicos espectadores un martes en una sala del Plaza Mayor, una sala gigantesca para él que no iba al cine desde hacía más de 20 años. Lo recuerdo con una sonrisa, entre otras cosas, porque el sonido le pareció tan alto que al poco de comenzar la película, a gritos, pidió con naturalidad que bajaran el volumen como si el proyectista estuviera, como antes, en la pared de atrás escuchándole. Cuando salimos nos tomamos, juntos, una tapa en uno de los bares del centro comercial. Y ahí empezó a contarme, no recuerdo con qué pie, cómo escapó desde Vélez por la carretera de Almería con toda su familia, él llevando a cuestas a dos de sus hermanos pequeños, aquel 7 de febrero de 1937.

Fue como si abriera una ventana enmohecida por haber estado cerrada durante años y años, por la que de pronto volviera a ver lo que vivió entre el bombardeo del Cervera y el Canarias desde el mar, el terror a las ráfagas de los aviones alemanes por aire, el miedo a la guardia mora y su leyenda de atrocidades con las mujeres, a los camisas negras italianos, a las represalias de los franquistas del radiofónico Queipo de Llano, a su hermano Enrique que se soltó de una mano y al que encontró cogido del brazo de un miliciano con un rifle y una herida en un ojo, a aquella mujer muerta con el niño colgado del pecho, y así hasta llegar con los pies rajados a aquel cortijo en Murcia en donde un teniente del ejército republicano les ordenó instalarse, compartiendo la propiedad incautada con su dueño. «Mi familia y yo tenemos nuestra casa en Vélez Málaga -me dijo mi padre que le dijo su padre al propietario de aquella finca- y no venimos a quitársela a nadie. Pero hasta que esto pase, díganos en qué hay que trabajar en pago-»

A mi padre, con los ojos húmedos, se le entrecortó la voz demasiadas veces. Yo no salía de mi asombro escuchándole, y he atesorado aquel recuerdo con tanta fuerza que me agarro a él mientras escribo ahora, como si le estuviera abrazando.

Yo sabía de aquel episodio porque el que fuera profesor mío en bachillerato, Jesús Majada, había investigado a ese médico canadiense, Norman Bethune, que anduvo haciendo transfusiones a los heridos con sus ayudantes. Por ellos lleva el bonito nombre de El paseo de los canadienses ese tramo de recuerdo que llega al Peñón del Cuervo en la costa malagueña.

Fue un episodio horrible de la Historia. Pero negar al alcalde de la ciudad, por el hecho de que fue presidente de la Diputación los últimos años del franquismo, el derecho a asistir al acto final de la marcha que recuerda aquello que siendo un muchacho de 13 años vivió mi padre, es de un sectarismo frentista, irresponsable y antidemocrático. Y eso es lo que ha hecho en un comunicado la agrupación de El Palo del PSOE malagueño. Triste y preocupante.