Las omnipotentes cúpulas de los partidos políticos españoles deberían ser las más interesadas en acabar con el sistema electoral al que deben su inmenso poder, ya que tal sistema constituye un pesado lastre que les hunde en el fango de los escándalos y les impide salir a flote.

La percepción pública de los cargos públicos como meros apéndices del cuerpo del partido, comandado por un único cerebro que todo lo controla, nos lleva fácilmente a deducir que cualquier caso de corrupción de los apéndices es también un caso de corrupción del cuerpo entero, del cual es responsable al cerebro o mando central. Y no puede ser de otra manera cuando sabemos que desde el más modesto de los alcaldes hasta el más poderoso de los ministros debe su cargo y su carrera al partido, tanto o más que a los votantes.

Es el partido quien le selecciona para su lista electoral y le sitúa en la primera posición o en la última. Es el partido quien establece pactos de amplio alcance territorial para intercambiar apoyos que significan alcaldías. Es el partido quien lleva a un alcalde a la candidatura autonómica y le convierte en parlamentario, luego le hace nombrar consejero, o le sube hasta el Congreso de los Diputados. Y es el partido quien puede cercenar en redondo las prometedoras carreras de personas de gran valía pero poco sumisas.

Todo eso lo sabemos los ciudadanos, y por ello nos resultan tan difíciles de tragar las protestas de inocencia que circunscriben los casos de corrupción tan solo a las personas imputadas. Puesto que alguien es alcalde o consejero porque el partido le puso ahí, el partido es cuando menos responsable político de sus tropelías, y en la medida en que las cajas están conectadas, también puede ser responsable económico.

En los albores de la transición hubo acuerdo en reforzar el papel de los partidos para apuntalar el nuevo sistema institucional, pero de ello ya hace tres décadas y media. El sistema ha dado de sí lo que tenía de bueno pero también lo que tenía de malo, y ahora ya no contribuye a consolidar la democracia sino a todo lo contrario. Hay un clamor popular al respecto, y si los partidos quieren sobrevivir para cumplir su indispensable función deberán renunciar a su poder inmenso para que los ciudadanos sintamos de una vez que nuestro diputado es nuestro acierto y nuestra culpa, y no los de su sigla, y que si mete la pata, o la mano donde no debe, su ruina dependerá de nuestra ira y no de los jerarcas de su organización.