Tocaba función de noche en el Parlamento a cargo de la compañía ¡En Pie!, que programó con gran acopio de extras la obra Asedia el Congreso, de incierta autoría y arriesgado desenlace. Hay quien reputa de anarquistas y antisistema a los urdidores de la representación coral, pero no es menos verdad que el nombre elegido evoca ominosamente el de cierto himno de la Falange titulado Isabel y Fernando. Aquel que arrancaba, vibrante, con la estrofa: «¡En pie, camaradas: y siempre adelante, cantemos el himno de la España gigante!».

No por ello hay que deducir que los camaradas de la otra noche guardasen relación con los del himno. Tal vez ocurra que los extremos tienden a encontrarse cuando unos se escoran hasta el límite de la izquierda y otros lo hacen al de la derecha, validando así la idea de que no solo el matrimonio, sino también la política hacen extraños compañeros de cama.

Esto de asaltar de vez en cuando el Parlamento es, en realidad, una vieja tradición española. La inauguró probablemente el general Pavía al desalojar el Congreso en enero de 1874, alegando -como hacen ahora los aspirantes al asalto civil- que los diputados no representaban ya a nadie en la medida que se habían divorciado por completo de la ciudadanía. El verdadero sentir de la opinión pública lo ejercían entonces, según la proclama de los golpistas de Pavía, los soldados y guardias civiles que ocuparon el Parlamento. Ahora son los briosos voluntarios contra el sistema quienes se arrogan ese papel de auténticos intérpretes -y hasta oráculos- de los deseos del pueblo.

Parecidos argumentos, si bien algo más bastos, fueron utilizados un siglo más tarde por el teniente coronel Tejero para asaltar, al mando de sus guardias, el palacio de la Carrera de San Jerónimo. También Tejero era, a su modo, un militante antisistema al que, por distintas razones a las que esgrimen los de la función de anoche, incomodaba la existencia de un sistema democrático parlamentario. La diferencia acaso resida en que unos quieren sustituir el Parlamento por asambleas populares a mano alzada y los otros por una Junta Militar; pero más allá de esos matices anecdóticos, todos parecen coincidir en que el Congreso y las elecciones están de sobra.

No es de extrañar que estos sucesos, de apariencia tan decimonónica, se sigan reiterando cuando ya hemos inaugurado el tercer milenio. La reputación alcanzada por los políticos con sus trinques no es exactamente gloriosa: y si a ello se añaden los demoledores efectos de la crisis financiera, el terreno parece abonado para que florezcan como hongos los demagogos. Este es, después de todo, un país taurino en el que a menudo se usa la cabeza para embestir y donde mucha gente cree tener la fórmula con la que arreglarlo todo en dos patadas, por complejos que sean los problemas a resolver.

Tampoco faltan, para completar la función, diputados antisistema que amagan con desnudarse en el Congreso y otros que son directamente el despelote a fuerza de prodigar gestos teatrales, desplantes y desafíos. Si tal ocurre dentro de los parlamentos hasta convertir el hemiciclo en hemicirco, parece natural que otros detractores más jóvenes del sistema (democrático) traten de hacer lo mismo desde fuera. Los niños, ya se sabe, tienden a imitar el comportamiento de sus mayores; de modo que solo queda esperar que la función no termine como el rosario de la aurora.