La radio ya no abre las mañanas de Alicia. La política, temprano, no deja que sus ojos se concentren en el espejo donde la sombra y la raya son la esperanza que mantienen de frente su mirada. A esa hora, con toda la jornada por hacer, la economía es ya un rictus de inquietud. El rojo suave no consigue fijar la sonrisa en sus labios. Y las cuestiones relacionadas con las injusticias de la justicia remueven los carbohidratos de la dieta en su estómago. Alicia se ha cansado de escuchar a su marido respondiendo impotencias y rabia a las noticias que los cercan, mientras entrecruzan sus alas por el pasillo. Sabe que el humeante café le parece frío cuando le llega a la garganta y por qué siente la corbata como su número de hombre, colgándole del cuello. No le gusta verlo intraducible y en litigio antes de marcharse ambos al combate, con un beso puesto hasta la noche.

En casa de Alicia ya no se escucha la radio. Se ha cansado de la información sobre una crisis que nos deshabita la vida un poco más a diario. Sólo después de cenar enciende el cine de la tele porque sabe que Blesa, doña Cristina, James Daniel o José de la Cavada no son los protagonistas de la ficción en la que nada es verdad. Lo mismo que sucede en la realidad. No le da igual que las mafias de la política dejen en libertad al banquero bajo sospecha y desacrediten al juez que tuvo el valor de poner en democracia la igualdad de la ley. Ni que Hacienda y una inteligente campaña S.A. le devuelvan a la sociedad el photoshop inocente de la infanta, equívoco real de DNIS. Tampoco que un tipo al que nadie conoce le diga al gobierno, en nombre del FMI (desde hace más de un año estas siglas suenan a arma de calibre a bocajarro y silencioso bajo la chaqueta negra) que el despido tiene que ser libre, los salarios todavía más bajos y nada de ese IVA reducido que permite a la gente llegar apretados a la penúltima semana del mes. Menos aún, que el responsable de relaciones laborales de la CEOE reclame la anulación del permiso de cuatro días por la muerte de un familiar y que el número de ricos en España haya crecido casi un 6% en 2012. Ella es inteligente, sensible y desconfía de la política y las codicias que únicamente se defienden a sí mismas.

Alicia sólo quiere que le alegren la tristeza lo suficiente. No sentir vértigo ni desgarro cuando también lee en la prensa informaciones rigurosas o convincentes análisis contados con pespuntes de poesía y palabras que tienen más significados sobre la quebradiza humanidad de tanto drama; los efectos nocivos de las políticas económicas con denominación de clase; la escasez de ideas que contribuyan a proteger a quienes más lo necesitan; la lucha de la cultura por seguir siendo vanguardia, necesaria y libre; el valor de la amistad mas allá de geografías y de túneles del tiempo; la clandestina rebeldía de las víctimas que no se entregan en paz. Historias de mano izquierda, leídas desde el pensamiento y la emoción para compartir, ponerse en batalla, negar u ocultar logros y credibilidad desde la envidia o la inútil mezquindad. No sabe que el periodismo es el género de los antihéroes, una forma de reflexionar y combatir las imperfecciones de la mentira, las imperfecciones de la verdad. Alicia tiene una sobrecarga de realidad. En el sóleo de las piernas y en el corazón. Necesita entumecerla, soltarla de alguna manera. Aunque sea sudando en el gimnasio donde Inma y Javi proponen el esfuerzo en suspensión del TRX que trabajan en silbido abdominal Ignacio, Concha, María, Carolina, Sonia, Macarena, Miguel, Diego y algunos más que en su casa tampoco escuchan la radio. Nunca antes de salir a la calle y de mancharse de vida los ojos en los que todavía amanece un poco de ilusión y felicidad.

Alicia necesita un espejo para huir. Los demás, también. Y uno de los pocos espejos que quedan es la fotografía. Esta establece una frontera entre lo íntimo y la distancia, entre lo que está dentro y lo que queda fuera. Crea espacios, rostros, seducciones, efectos psicológicos y emocionales, la sorpresa de un instante que nunca coincide con el que uno estaba mirando. La fotografía es la penetración en el secreto del otro lado. Lo sabe Antón Castro, un buen escritor y periodista que colecciona fotografías de cine, de arte, de vidas desconchadas, de literatura en imágenes y de imágenes de momentos cotidianos en los que un detalle es la magia. Está de acuerdo -al igual que todos los que utilizamos la fotografía para pasar al otro lado- en que PhotoEspaña es una puerta al alcance, en Madrid, hasta finales de julio. Se compone de setenta y cuatro exposiciones de trescientos veintiocho artistas de cuarenta y dos países. La ciudad como una gincana de espacios con espejos que buscar en metro y a pie. Las figuras fantasmagóricas de la soledad femenina y su dolor de Violeta Bubelyté; la danza sensual de las máscaras de Isabel Muñoz; las hadas del desierto y los rostros que se sienten y leen de Shirin Neshat; las abstracciones del desnudo como piezas de arte y sueños transgresores de Weston y Callahan; la búsqueda de la identidad desenredada de Annegret Soltau. Y está Emmet Gowin convirtiendo a Edith, su mujer, en un poema de amor en el tiempo, también desnudo. Magníficas exposiciones que muestran el cuerpo real de la mujer.

Imperfecto, natural, hermoso, despojado de tórridos tópicos y de la mirada fetiche que lo disfrazan de una belleza artificial. Una mujer que Helena Almeida fotografía como una mano sigilosa buscando abrir una verja desde el otro lado para liberarse de las derrotas que la encarcelan. Tengo que preguntarle a Alicia si es la suya. La que apagó la radio una mañana. La misma que cada día sueña con encontrar un espejo y traspasarlo. Entrar en un lugar en el que la vida no sea un constante apremio y la luna llena en perigeo sea un 14% más grande, igual que la de esta noche. Un refugio en el que la felicidad no cotice en bolsa ni sea una carta a la que cortarle la cabeza.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com