Cuando Mariano Rajoy formó su primer gobierno con el respaldo de una mayoría absoluta parlamentaria, escogió para la cartera de Educación, Cultura y Deportes a José Ignacio Wert, un sociólogo que llevaba años asesorando al político pontevedrés en el análisis de las encuestas además de ejercer de tertuliano en algunos programas de radio. En la foto de familia del gabinete en las escalinatas de La Moncloa, la figura del señor Wert, que no era militante del PP, brillaba como independiente, e incluso como progresista, en comparación con el perfil ideológico del resto de ministros. Tanto que, en algunos de los medios en que había colaborado, se le saludó con una cierta esperanza y como garantía de un desempeño ministerial ecuánime y discreto. Desgraciadamente, en política, la apariencias no garantizan nada porque ya es sabido que cuando se pretende llevar adelante una reforma radical lo indicado es encomendársela a alguien del que en principio no pudiera sospecharse que era favorable a ella. Y así resultó una vez más. Con las competencias en Educación transferidas a las comunidades autónomas y con unos presupuestos de guerra por culpa de la crisis económica, lo normal hubiera sido que el señor Wert se limitase a capear el temporal y a cumplir con el expediente sin meterse en demasiados líos. Pero justamente hizo todo lo contrario y desembarcó en el cargo como un elefante en una cacharrería. La lista de sus destrozos es larga. Empezó con una huelga general de todos los estamentos educativos (algo insólito en la historia de España) contra los recortes presupuestarios en la enseñanza pública; siguió con el plantón de todos los rectores de Universidad; continuó con las tachas del Consejo de Estado a su proyecto de Ley de Mejora de la Calidad de la Educación; y concluyó (por ahora) con una nueva huelga general contra el proyecto de Ley Orgánica de Mejora Educativa que, entre otras cosas, recupera las reválidas, concede a la Religión la categoría de asignatura evaluable y favorece a la educación concertada (en su mayoría colegios católicos). Por en medio de todo eso hubo algunos incidentes sonados, como la negativa a saludar al ministro por parte de los alumnos distinguidos con el premio extraordinario fin de carrera. O como el sonoro abucheo que le dedicó el público asistente a un concierto en el Teatro Real cuando acompañaba a la reina Sofía. Y lo penúltimo, entre tanta calamidad, ha sido su rectificación tardía a rebajar el nivel académico exigible para conceder becas al alumnado sin disponibilidades económicas. Todo eso adobado con una chulería provocativa impropia de un alto cargo del Estado. Una conducta que le ha llevado a ser, con diferencia, el ministro peor valorado en las encuestas (su especialidad) además de enfrentarlo con todos los estamentos del sector educativo, incluidos entre ellos muchos cargos y militantes del PP. Peor imposible. No obstante lo dicho, no podemos echarle toda la culpa de este desaguisado al ministro. El señor Rajoy también tiene alguna responsabilidad. Nombrar ministro a un sociólogo no garantiza una buena gestión, porque una cosa es analizar las reacciones de la sociedad mediante encuestas y muy otra provocar reacciones en la sociedad con medidas disparatadas. Y peor aún si es tertuliano. Los tertulianos hablan demasiado. A veces, sin fundamento.