Todos tenemos prejuicios. Los míos son canosos, casi de rancio abolengo, de esos que harían y hacen buena miga con el adjetivo inveterado. En invernales tardes en lugar de mirar a Carolina y a su marta cibelina yo observo a mis prejuicios desparramados en el sofá con hambre a lo Rajoy de tele de plasma. Son enormes, negros, como tumores con forma de pelota. Quién más y quién menos también tiene sus prejuicios y no son siempre de colores. Incluso hay alcaldes de ciudades medias con aires de demócratas todoterreno que guardan tantos prejuicios bajo la saya como para dividir el mundo entre afines y detractores. En mi caso nunca he llegado tan lejos pero reconozco que existen ciertas fisonomías que me inducen irremediablemente a la desconfianza. La mezcla desafortunada de gomina y patillas de sarao de capote sólo me merece respeto si te llamas José Bergamín y no entiendes nada de banderas, procesiones o caballos. Quiero decir, en suma, si no eres alguien como Bárcenas. No quiero dar ninguna idea sugerente, pero conmigo en el PP este señor no habría franqueado ni la entrada. Los políticos se empeñan en contratar a personal de seguridad cuando lo más eficaz es poner un par de prejuicios sobre la moqueta y una puerta giratoria como dios manda. «¿Le damos las cuentas a éste?». «Sí, hombre, y contratamos a Roldán para que le haga de chófer». Lo verdaderamente alucinante de este asunto no es que Bárcenas sorprendiera al PP si no que nadie en Génova le mirara la jeta y advirtiese que se encontraba frente a un tópico rodante. «Don Mariano, no me fío. Que a este señor le gustan hasta los esquíes y los toros». Con Bárcenas el fenotipo está tan claro que no haría falta ni siquiera llamar al juez Ruz si no fuera porque los prejuicios en el fondo no son buenos consejeros y hay que seguir, y por muchos años, con las garantías constitucionales. Es como una de esas bellezas bruñidas y pechugonas que se descubren en el verano y que por más que uno cierre los ojos no consigue ver en armonía con un cuadro de Degrain o un poema de Auden. A Bárcenas tampoco le quedan bien la sutileza. Es imposible pensar en él escuchando a Fauré, leyendo a Faulkner, con el que seguramente compartía el gusto por la hombría y la falta de depilación en las regiones superiores. Bárcenas en Bayreuth, perdiendo el tino y la gracia de los sobres en un pasaje de Tristan e Isolda. Bárcenas tomando el metro para ir al Retiro a buscar un ejemplar de Aniceto o el panorama, Novela. O en el ballet. Definitivamente no pega ni con cola. Ahí les faltó olfato, señores.