No preocuparse, decía mi tata Elvira, que «siempre que ha llovío a escampío» y les prometo que, aunque nunca fue al colegio porque empezó a trabajar a los ocho años, era lista como el hambre. Hasta tal punto era lista que cuando yo llegaba del colegio me sacaba al campito a jugar y me tomaba la lección, ella iba aprendiendo, primero a leer, luego a escribir y un día, le dijo a mi madre que quería hacer el bachiller y ser maestra. La tomaron por loca. Tras abandonar la ciudad, con dirección al este de África, supe por mi tía que ya estaba en primero de Magisterio becada por la parroquia. Hace unos lustros fui a verla a la residencia donde vivía desde que se jubiló. Me dijo que era feliz porque ahora casi no había analfabetos y estaba orgullosa de ello porque «en algo he colaborado yo». A los tres días fuimos a decirle el último adiós. Nunca vi una multitud semejante en el sepelio de una persona que no tenía ningún pariente vivo. En ese momento reconocí que es de bien nacido ser agradecido.

Dejando atrás las añoranzas, les aconsejo que cojan el paraguas y el chubasquero porque mi mano izquierda barrunta fuertes lluvias. Bueno, mi mano y la niña del tiempo que aunque no sé por qué sonríe del mismo modo cuando pronostica sol espléndido que para predecir temporal en el estrecho de Gibraltar. Sí, ya sé que están pensando que no hay una vieja buena, llevan razón, ni nadie. Porque, vamos a ser sinceros, quien no ha pensado alguna vez:» Dios mío, ¿por qué no me hiciste avispa para poder ponerle el culo colorado a ese individuo?». Todos. Lo raro es que yo lo escriba para publicarlo y que un puñado de lectores del periódico se molesten en leerlo.

Lo dicho, cojan el paraguas que el cielo amenaza con regalarnos agua para que no pasemos sed los próximos tres años y «prevenir es curar» que decía Machado. ¿O fue otro?