El poder tiene un curioso efecto. La pérdida del sentido de la realidad. Es tener un cargo y se trastocan los valores hasta límites ridículos. Hay gente que se mete en una realidad paralela que sólo vive en los discursos, en la grandilocuencia de quien no es capaz de reconocer un error ante el miedo a perder el favor del público. En ocasiones, algunos altos cargos prefieren que se hunda el mundo antes de perder el puesto, renunciando a escuchar a los demás porque está demasiado ocupado en escucharse a sí mismo y a los que pululan a su alrededor repitiendo que todo está bien, como una especie de conjuro para someter a la verdad.

El domingo se me pusieron los pelos de punta escuchando al coordinador de IU en Andalucía, Antonio Maíllo, que defendió y alabó las declaraciones del senador de su partido que pedía derrocar al Gobierno en la calle y sin pasar por las urnas. Tamaña brutalidad me recordó a los argumentos de aquellos que en el infausto 23-F de 1981 intentaron derribar a otro gobierno democrático. Todo se puede justificar con argumentos que se tuercen y retuercen para crear ficciones realistas, que no reales. La democracia no es perfecta, pero al menos nos permite protestar contra lo que no nos gusta y cambiar gobiernos con un sistema reglamentado. Obviar este sistema es el sueño lúbrico de cualquier golpista.

Lamentablemente este tipo de fugas de la realidad no son casos aislados. Nuestro ínclito ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, habla de crecimiento moderado de los sueldos, aprovechando un dato parcial de un aspecto residual de la realidad; mientras que la ministra de Empleo, Fátima Báñez, califica de «movilidad exterior» a la marcha de jóvenes al extranjero para escapar del paro lacerante y del futuro negro que se le ofrece aquí. De nuevo el lenguaje se usa para escapar de la realidad y evitar aquello que cuestiona las actuaciones personales. Hay otros, como Rubalcaba sobre la sentencia del Caso Faisán, que simplemente prefiere no mirar la realidad y no leerse una sentencia que cuestiona su labor como anterior ministro del Interior.

Fugas mentales, pérdidas de memoria, palabras que crean cortinas de humo, indignaciones fingidas... el repertorio político es rico y amplio. Lástima que falte un poco de sentido común y ganas de tratar al ciudadano con respeto, sin insultar su inteligencia. Qué paciencia hay que tener.