A mediados de la pasada década se puso de moda el relato como herramienta política. Tenía relato Obama, por ser el primer candidato de raza negra con posibilidades de llegar a presidente de los Estados Unidos de América, como así fue, y tenía relato Zapatero, que fue capaz de ganar un congreso extraordinario del PSOE por sólo nueve votos y que además era nieto de un militar republicano represaliado por el franquismo, entre otras muchas cosas. De Rajoy mejor no hablamos, porque ni ha tenido nunca relato, ni se le espera.

El relato se servía de la propia biografía de los líderes políticos para fabricar con esos mimbres un producto emocional. Eran otros tiempos. La confianza en la política y en las instituciones era alta y gracias a este tipo de técnicas se lograba una diferenciación entre candidaturas. En cierta manera, y como en tantas otras cosas, se importó una forma americana de hacer política, dando protagonismo a las personas pero empaquetándolas bajo diversos calificativos para poder conseguir un producto sencillo de entender y fácil de vender a los ciudadanos que debían votar.

Ya entonces un escritor como Christian Salmon puso de manifiesto las trampas de esta técnica, en un libro llamado Storytelling que tuvo una secuela, llamada La estrategia de Sherezade. En ambos libros Salmon denunciaba la manipulación de los conceptos y el uso y abuso de estrategias de comunicación provenientes del marketing de consumo en el ámbito de la política, sin más objetivo que mantener el poder o «prolongar vidas políticas condenadas». En el fondo, el relato no era más que una idea neoliberal aplicada a los políticos y a la política, una propuesta que convertía a la ciudadanía en una gigantesca audiencia y que la trataba como tal. Como si no fuese mayor de edad, como si necesitara instrucciones adecuadas para realizar su elección. Una masa de gente inmadura con información escasa y criterio deficiente.

Han pasado ya varios años desde que se escribiesen y publicasen los libros citados, pero Christian Salmon vuelve a la carga con La ceremonia caníbal, un libro sobre la performance política. En pocas pero estimulantes páginas, Salmon denuncia las nuevas campañas electorales, marcadas por el ritmo mediático, las ocurrencias y los flashmobs, ajenas a simbolismos antaño poderosos, a referencias a vínculos comunes, y protesta también por lo que bautiza como «izquierda Bartleby», anclada en un permanente deseo de apartar de ella el cáliz de la responsabilidad. El dictamen de Salmon no es nada complaciente, y alerta de la desaparición del hombre político a manos de las reglas del espectáculo. Un consejo quizás exagerado en estos tiempos de desafección pero que apunta con oficio a la renuncia de la política a jugar con sus propias reglas y abrazar las reglas impacientes del mercado. Y como acaba de decir el visionario de Montoro, «los mercados no son gilipollas». Alea jacta est.

*Enrique Benítez es parlamentario andaluz del PSOE