Aunque no tenga el glamour (prefiero glamur) de aquella magdalena de Proust cuyo sabor conducía al comensal hacia aromas de tiempos pasados, cada roscón de reyes, en su humildad ibérica, también invoca la memoria de años anteriores. Quizás roscones multitudinarios, quizás roscones alegres aquellos de los que no nos dimos cuenta que eran felices porque a su alrededor se reunía un grupo de personas que se querían y otro año celebraban su presencia allí, motivo de aquella circunferencia glaseada. Quizás roscones íntimos para dos, o roscones fallidos en su caja directos a la basura con un premio interior huérfano de sonrisas. Como la propia existencia, cada roscón comido deja en el aire la pregunta por el siguiente, como cada enero que certifica un diciembre difunto en sus doce campanadas. Los ritos calman el dolor. Así este roscón que me conduce hasta mi niñez antequerana y aquellos días en que supe quiénes eran en realidad los Magos. Una manzana comida en el Paraíso Terrenal que acotaba la vida como un suceso misterioso, y del que el niño es expulsado de la forma más abrupta hacia el frío de tanta realidad. Vivir no es más que subir los escalones de una decepción perpetua. Hay quien sabe hacerlo a lo Fred Astaire y quien sólo sabe poner un pie delante de otro hasta que no encuentre el escalón. El roscón de reyes conmemora el final de aquella inocencia que llevaba de la mano al niño nervioso a la cama, con un ojo medio abierto por si podía capturar a aquellos escurridizos benefactores que, aunque voluntariosos, casi nunca me traían lo que había pedido por escrito e incluso entregado en mano para que no cupiera duda ni extravío. Me conformaba con lo que venía y siempre, siempre, había algún niño, mejor que yo según creía entonces, que tenía aquella bici, el rifle o la patineta que yo había solicitado con toda educación y sin atisbos de coacciones ni chantajes de ninguna clase.

Ya digo, la vida despliega una carrera de obstáculos con una meta en forma de camposanto al final. Hay quien sabe recorrer el camino como Julie Andrews y quien lo hace con el mismo gracejo de una morsa. Pero también hay quien tira hacia adelante con idéntica magia a la de aquellos niños que se llevaban los mejores objetos de la tienda y que uno ahora, cuando deambula desde hace mucho expulsado del paraíso de la niñez, sabe que quizás nunca fueron mejores, sino que tuvieron suerte y punto. Y estas son las graves lecciones que hay que anotar en el equipaje de la razón. La sociedad española se ha convertido en el abrevadero de inútiles y corruptos que reptan desde las alcantarillas de instituciones públicas, partidos políticos y sindicatos. Sus regalos oscilan entre los que llevan envoltorio con sello suizo y los que llevan el del registro de la propiedad. También los hay más modestos y se conforman con subvenciones, pensiones o sueldos con cargo al patrimonio español. No han sabido ser tan buenos niños como los anteriores. De los reyes, de los Borbones, no cabe sino decir que para muchos supusieron una decepción semejante a la de los Magos de Oriente. Acompañados por camellos pero siempre honrados. La ocasión hizo un yerno ladrón y, según se vio, también un cazador de elefantes que gritó con una sola foto a la sociedad española que ellos eran los reyes, pero no nuestros padres, ni en un sentido figurado. Tras la euforia de los años del ladrillo en que se cimentó la putrefacción que hoy respiramos, la sociedad española se come el roscón de reyes con la esperanza de que sea otro el que pague la torpeza de sus gobernantes. La Generalitat catalana busca que Andalucía asuma sus miserias y la Junta se exhibe de faralaes; con una mano hurga por si le sale el premio, mientras tiende la de pedir. Papá Noël viene aquí a veranear; no quiere saber nada de regalos. Y los reyes, los Borbones, han mostrado su verdadera condición en el peor momento. Tomaremos este roscón de reyes con un tazón de amnesia y mucha azúcar para que no se atragante.

*José Luis González Vera es profesor y escritor