Existen muchas formas de maltrato hacia los niños y a las niñas, muchas manifestaciones de desamor. Y muchas carencias y limitaciones en el cultivo de lo que bien podríamos llamar pedagogía de la ternura. El amor genera la creatividad de los detalles. Para educar a los niños hace falta respetarlos y quererlos. Y de la simbiosis del respeto y del amor brotará el trato delicado, nacerá el cultivo de los detalles. La violencia, la rudeza, la falta se sensibilidad son la antítesis de la educación. Porque constituyen un atentado contra la dignidad de la persona.

Invadir su espacio, entrar por la fuerza en su mundo, violentar su quietud o silenciar agresivamente su ruido, son formas de relación deseducativas. Por más que pensemos que es por su bien, por más que digamos que se trata de responder a sus necesidades, esa forma de intervenir quebranta el necesario respeto a su dignidad. Máxime si se tiene en cuenta que, a edades tempranas, se carece de respuesta a nuestras invasiones.

Alfredo Hoyuelos Planillo es maestro desde hace años y se doctoró con una tesis sobre el pedagogo italiano Loris Malaguzzi. Imparte clases en la Universidad Pública de Navarra y es un apasionado de la infancia. Sostiene con claridad y contundencia la pedagogía de la ternura, del cuidado, del amor. No es ñoñería lo que defiende, es respeto. No es sentimentalismo, es amor. No es blandenguería, es ética. No es mojigatería, es reconocimiento de la dignidad de los niños y de las niñas. La brutalidad no educa, endurece. Los malos modos solo enseñan malos modos.

El respeto y el amor al niño y a la niña son, a mi juicio, las claves de la intervención educativa. Pero el respeto y el amor se concretan en los detalles que la relación con el niño y la niña propician de forma constante. Son los detalles, los pequeños gestos, la sensibilidad extremada lo que educa y hace crecer.

Alfredo Hoyuelos habla de la pedagogía del moco. No hace mucho escribió, en la revista Infancia, un breve artículo titulado «Buenas ideas: la pedagogía del moco». Cita en ese artículo el precioso libro Educar en el asombro, de Catherine L´Ecuyer. Y hace referencia a una interesante distinción entre rutinas y rituales en la escuela que la autora plantea en dicho libro. «La rutina, como una repetición monótona de actos mecánicos inconscientes, aburridos y sin sentido, puede alienar a los niños, niñas y personas adultas. En cambio, el ritual es una rutina con sentido, humanizada y consciente». Quitar los mocos puede ser una rutina, pero debería ser un acto con categoría de ritual.

Efectivamente, se pueden limpiar los mocos a un niño o a una niña de muchas maneras. Algunas de ellas no tienen en cuenta para nada que el niño es una persona que merece respeto. Se hace bruscamente, sin advertírselo siquiera, sin pedirle permiso, con cualquier tipo de pañuelo o de papel, actuando a la vez sobre las dos fosas nasales y con una fuerza que, si se le añadiese un pequeño suplemento, serviría para arrancarle la nariz. Él se retira, llora y se rebela contra la agresión. La nariz es como un objeto que podría estar separado del niño y sobre el que se puede actuar de manera violenta. Un objeto sin sensibilidad, que no nada tiene que ver con la persona. Probemos a quitarle los mocos de forma violenta e invasiva a un adulto, a un profesor o al mismísimo señor director.

Otra forma muy distinta es aquella que tiene en cuenta al niño. No es una máquina sucia que hay que limpiar, es una persona frágil que está necesitada de ayuda. Hay que advertirle de lo que se quiere hacer, hay que pedirle permiso, hay que ponerse a su altura, hay que mirarle a los ojos, hay que enseñarle el pañuelo, hay que recabar y regalar una sonrisa. Y luego hay que hacerlo de una forma delicada: actuando primero sobre una fosa y luego sobre la otra porque, de lo contrario, se le cortará la respiración. Hay que sonar con cuidado, sin brusquedad, sin violencia y, si es posible, con ternura.

Si lo hacemos bien una y otra vez, el niño acabará por ofrecernos su nariz para que le limpiemos los mocos y le dejemos respirar mejor. El niño se dará cuenta de que quien está a su lado es una persona que le respeta y le quiere. Y por eso le ayuda.

Ya sé que un elevado número de niños y niñas hace más difícil la actuación reflexiva y amorosa. Pero hay quien tiene tres o cinco niños y no tiene la menor delicadeza y hay quien tiene una clase numerosa y sabe poner el alma en el pañuelo. No es todo cuestión de número. Lo cual no quiere decir que dejemos de exigir unas condiciones razonables.

Quien habla de limpiar los mocos, habla de cambiar los pañales o de dar la comida. Hay muchas formas de hacer las cosas, como decíamos. Los niños no son objetos que se traen y se llevan. No son objetos que ni sienten ni padecen. Son personas necesitadas de ayuda y de afecto.

Hace ya muchos años que escribí un libro titulado Yo te educo, tú me educas. El libro se tradujo al portugués con el título Uma pedagogía da libertaçao. El subtítulo que le puso la Editorial ASA, en manos entonces de mi querido José Matías Alves, es muy certero: Crónica sentimental de una experiencia. En el libro describo y analizo situaciones cotidianas de un colegio del que fui director. En una de ellas hago referencia al llanto de un niño de tres años que llora desconsoladamente en los baños porque no sabe limpiarse.

„ ¿Qué te pasa amigo?

(Me encanta la versión portuguesa de esta pregunta. Tiene, a mi juicio, más musicalidad y encanto: Qué tens tu, menino?).

„ No encuentro el papel.

„ Toma, limpiate.

„ No, no sé.

El hipo desacompasa el llanto.

„ Que venga mi mamá, que venga mi mamá.

Le limpio. Le visto. Le llevo a clase»

Gloso ese hecho en un texto, escrito a pie quebrado, que comienza así: «¿Es esto también pedagogía?/ ¿Es esto, acaso, educación?/Los gestos minúsculos de cada día,/ las pequeñas acciones que traducen,/ de forma casi literal,/ las más grandes actitudes./ Ese lenguaje de altísima connotación/que son las diminutas formas de ayudar al otro».

Me apunto a la Pedagogía del moco que defiende el profesor Hoyuelos. Pienso con él y como él que la escuela tiene que estar llena de rituales y no de rutinas. Suscribo plenamente las palabras con las que comienza su artículo y que yo le pido para cerrar estas reflexiones: «Cada vez estoy más convencido de que la verdadera calidad educativa emerge en los pequeños gestos cotidianos que vivimos en la escuela y que, sobre todo, se expresa en un tipo de actitud de la y del profesional, y en una forma de entender la relación de la persona adulta con cada niño o niña, basada en el respeto, buen trato y en la mutua confianza». Y yo. Y espero que muchos y muchas profesionales más.