Durante el tramo final semanasantero, los camareros de mi pueblo aprovecharon el paso de las procesiones para comunicar al gentío de la barra lo que acababan de perderse: «Ya es imposible que lo vean, pero ha pasado corriendo Bale». Si la expromesa azulgrana llega a mostrarse contundente en la galopada del galés y El Santo no deja al gallo culé sin plumas y cacareando tras enviar el balón al poste con sus superpoderes, es probable que una buena embajada del club de Concha Espina estuviera pidiéndole a Mou a estas horas que se quedase en Madrid para los restos. Lástima.

Hay quienes llevan esta pasión hasta el extremo de tener que ver los partidos grabados para que no les dé. Por mi parte soy incapaz de hacer lo propio, una vez conocido el resultado. Hasta este domingo que pillé casualmente la repetición de los últimos quince minutos del Chelsea, después de leer que se la había pegado en casa ante el colista y no poder evitar la tentación. Encima la derrota llegó como consecuencia de un penalti más que discutible. Lo que vino a continuación fue puro deleite. Al segundo del gentleman portugués, que en España hubo algún que otro partido en el que ni siquiera lo expulsaron, tuvieron que agarrarlo para que no se comiera al colegiado mientras el special one aguardó su momento en la sala de prensa para despreciar al contrario y denunciar el Villargate que le persigue. No es por ponerlo tenso pero quiero decirle que una final en Lisboa frente a sus antiguos discípulos está, históricamente hablando, a años luz de lo que supondría la reedición del Bayern-Atleti cuatro décadas después, en la temporada en que Zapatones subió a los altares con la posibilidad de enterrar por fin al Schwarzenbeck aquel o como se diga. No sé que da ver así a Mou. Siempre que se halle en estas circunstancias, le digo de corazón que nunca caminará solo.