España siempre ha sido un país fulgurante, un cometa, de éxitos y fracasos igual de formidables. De ahí que el adiós de la selección española de fútbol al Mundial de Brasil haya sido un fracaso de los de estruendo y topetazo, con las habituales dosis de impotencia, renuncia y cabezas bajas que han jalonado nuestra historia. Tan acostumbrados estamos a despeñarnos que muchos han preferido, quizás inconscientemente, quizás no, abonarse a eso que los anglosajones self deprecation: el acto de desaprobarse y menospreciarse a uno mismo, de forma obsesiva; siempre lo identifiqué con ese ríete de ti mismo primero, antes de que lo hagan los demás, una especie de escudo ante la posibilidad de la derrota, de la decepción. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, siento una cierta búsqueda del placer en esta compulsiva persecución del abismo; es una cierta versión de masoquismo. Por eso, cuando la batalla España-Chile quedó patentemente perdida, las redes sociales empezaron a soltar sus memes y tuis hilarantes e ingeniosos, cuando no mensajes malhumorados, flechas destempladas dirigidas a Vicente del Bosque y sus pupilos. Como acertó Julio Camba: «La envidia de los españoles no es aspirar al coche del otro, sino a que el otro se quede sin coche».

¿Se odia España? No es tan simple. Yo creo que a España le encanta odiarse, algo que, aunque pueda parecer contradictorio, realmente no lo es. Otto von Bismarck lo explica mejor de lo que yo podría hacerlo: «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo: lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido». Sí, siglos, muchos siglos, porque esto no es nada nuevo, ni mucho menos: el historiador galo-romanizado Pompeyo Trigo escribió en el siglo I antes de Cristo «Los hispanos prefieren la guerra al descanso y si no tienen enemigo exterior lo buscan en casa». En realidad, no hay dos españas en España; sólo hay una: la que quiere suicidarse de una forma violenta y espectacular, posiblemente mientras se carcajee con la boca bien abierta.

He de confesar que yo he participado en numerosas ocasiones de esa ceremonia de la matanza de nosotros mismos. Primero creyendo que se trataba de un poco de crítica, despiadada pero crítica, al fin y al cabo, con cierta afán de progreso; después, cómo no, ejerciendo el látigo como desahogo por las frustraciones y decepciones personales con un país que parecía no hacerme caso jamás; y finalmente, dándome cuenta, como en la rumba, «espantado de mi forma de odiar» de que aquello no era sano. Así que, de alguna forma, como en tantas cosas de la vida, un servidor está en medio, en el fuego cruzado de los señores que atacan sin piedad ni generosidad y los que lo defienden a capa, espada y sinrazón; los señores que se arrogan la superioridad intelectual y los que creen que tienen la moral y la decencia de su parte. Entre la españa y la pared, vamos.