El verano que ha comenzado este fin de semana llega, como todos los veranos, con promesas de historias memorables. El mucho calor y las pocas prendas de vestir ayudan a la disponibilidad de los cuerpos, que se ponen a hablar (balbuceos, gritos, susurros, canciones) con todos sus sentidos. Las vacaciones escolares incitan, a los que están en esas edades jubilosas, a irse iniciando en secretos que no tienen tanto que ver con lo que nos tienen vetado los demás como en lo que nos escondemos a nosotros mismos. Las ciudades, habitualmente abarrotadas, se medio vacían y los pueblos, por lo general despoblados, reciben avalanchas de visitantes, un flujo de ida y de vuelta que convierte la geografía, antes que en una fría ciencia descriptiva, en un valor, en una reflexión filosófica hecha con montes, playas y plazas, en una frontera en la que el espacio y el tiempo intercambian sus cualidades.

En verano uno experimenta el afuera, el otro (y lo otro, sobre todo cuando tiene la ocasión de viajar a las antípodas), las ganas (en abstracto, esas ganas de tener ganas que define toda existencia que se precie, y en concreto, las ganas de algo o de alguien, las ganas de tirarse de cabeza a las olas, de hacer el amor, de beberse un tinto con limón debajo de un emparrado...), la melancolía (esa mezcla de memoria y de esperanza, de pasado que no ha pasado del todo y de futuro que en parte ya está aquí), la luz (atardeceres y amaneceres, el sol y la luna, la piel del agua y el agua de la piel, el destello que ciega y el brillo que mejora la vista), los sabores ligeros (melones y sandías, cerezas y mangos), la lasitud (ese estar sin estar, ese ser sin el peso de un Ser).

Verano del 14. No será bueno para todos porque ningún día, ninguna hora lo es. Incluso es seguro que para muchos (parados de larga duración, excluidos de las distintas coberturas sociales, inmigrantes, trabajadores a tiempo parcial con contratos de miseria, enfermos recientes o crónicos, accidentados, desenamorados súbitos) ni siquiera sea verano, es decir, un tiempo especial, una oportunidad para disfrutar uno y hacer que los demás disfruten con uno. El verano, que se inventó para que los seres humanos afinaran el instrumento del yo con el diapasón del nosotros, en demasiadas ocasiones desafina o sobra. Veranos de pérdidas y catástrofes, veranos de callejones sin salida y de laberintos peligrosos, veranos de pasar de lo malo a lo peor, veranos que parecen inviernos eternos. Estos veranos también nos acechan, es cierto, pero como sombra o envés del verano verdadero, que está hecho, o debería estar hecho, de trenzados deseos apacibles, de misterios amables, de oportunidades urgentes que se pueden dejar para mañana sin que eso acarree sensación de culpa o de pérdida irreparables.

El verano comenzó ayer. Como ya se ha dicho, por desgracia no para todos. Pero ahí está: alzado en medio de la niebla, un faro para náufragos (náufragos víctimas de un capitán infame o náufragos voluntarios, de esos que quieren deberse la vida a sí mismos, a la fuerza de sus brazos nadadores), un camino bien señalizado y agradable hacia el corazón de lo que somos o nos gustaría ser. Verano de descubrimientos esenciales. Verano de construir castillos con la arena de los sentimientos. Veranos de excursiones a la cima arbolada de nuestros sueños. Verano de mirar las estrellas de esas emociones que solemos postergar para otro momento. Verano del 14: que lo disfruten.