Durante la batalla del Jarama, en los peores momentos de la guerra civil, Ernest Hemingway se presentó en una trinchera de las brigadas internacionales para ver cómo iban los combates. Invitó a whisky a los soldados, contó chistes, repartió cigarrillos y les preguntó cosas sobre la guerra que fue apuntando enseguida en una libreta. En el último momento, antes de irse, Hemingway se empeñó en disparar con la única ametralladora que los brigadistas tenían allí. El escritor se puso a disparar al tuntún, sin apuntar siquiera contra el enemigo, sólo por el placer de usar un arma, pero se emocionó tanto que acabó gastando toda la munición que tenían los brigadistas. Luego Hemingway se despidió de los soldados y se subió a un coche con chófer que lo llevó a su hotel, el Hotel Florida, en Madrid, donde tenía una suite entera a su disposición. Y allí, nada más llegar, se puso a escribir una crónica periodística por la que le pagaban mil dólares de la época (una cantidad fabulosa en 1936).

Lo que Hemingway no sabía, mientras escribía su crónica en el hotel, era que los disparos a voleo que había hecho con la ametralladora habían provocado la respuesta furiosa de los franquistas. Y en aquel mismo momento estaban bombardeando desde la trinchera de enfrente la trinchera donde él había estado repartiendo cigarrillos. Y lo que era peor aún, los brigadistas ingleses y americanos se habían quedado sin municiones para la única ametralladora que tenían. Y ninguno de aquellos brigadistas, por supuesto, iba a cobrar jamás mil dólares por jugarse la vida en un país que ni siquiera era el suyo.

Me acuerdo de esa historia de Hemingway -que contaba en sus memorias el brigadista inglés Jason Gurney- cada vez que veo a alguno de esos políticos de nuevo cuño que dicen estar muy preocupados por el pueblo -o la gente-, y que atacan con furia a la casta política y que incluso juran y perjuran que no son políticos. Ya sé que esos nuevos «tribunos de la plebe» no han disfrutado de los privilegios que tienen muchos políticos en ejercicio, ni han dilapidado presupuestos públicos ni han favorecido a amigos ni correligionarios, de modo que pueden tener la conciencia muy tranquila (como mínimo por ahora), pero me hace gracia que se apropien de la desgracia ajena y la utilicen para construir su discurso cuando en realidad no la han tenido que padecer jamás. Si uno se para a pensarlo, tienen tan poca idea de lo mal que lo pasa la gente como el escritor que escribe sus crónicas sobre la pobreza desde una suite de hotel.

Y sí, ya sé que alguien tiene que defender a los que lo han perdido todo y han sido estafados y humillados, del mismo modo que alguien tiene que defender las conquistas sociales del Estado del Bienestar. Pero el problema es que esos nuevos dirigentes políticos tienen muy poca idea de la realidad que dicen denunciar, y contra la que claman con la vehemencia con la que el fraile Savonarola denunciaba en Florencia a los nobles y a los eclesiásticos corruptos. Que yo sepa, la plana mayor de Podemos, por ejemplo, la forman profesores universitarios que viven de una nómina pagada con dinero del contribuyente. Y que yo sepa, ninguno ha sido desahuciado ni embargado, y sus conocimientos sobre la vida real de los desahuciados y embargados se limitan a lo que han leído en los periódicos y en los catecismos de teoría marxista. O sea, que su odio a la casta y a los poderosos es un odio puramente abstracto, frío, intelectual -la peor clase de odio-, porque no está compensado por la experiencia real de lo que significa la pobreza. Es el odio del burócrata que tiene el culo de hierro y que es capaz de pasarse horas y horas discurseando en las asambleas, nada más.

George Orwell escribía con indignación sobre los pobres porque trabajó recogiendo lúpulo y fue friegaplatos en un hotel y se pasó varias semanas ingresado en un hospital de caridad. Estos líderes revolucionarios, en cambio, dicen hablar en nombre de los pobres y los estafados, pero su conocimiento real de la pobreza se parece mucho al que tenía Hemingway sobre las condiciones de vida en las trincheras. Y lo que es peor, las recetas simplistas y totalmente alejadas de la realidad con que pretenden solventar todos los problemas van a empeorar las condiciones de vida de los que ya lo están pasando muy mal. Y eso llevará, indefectiblemente, al ascenso imparable de la extrema derecha. Mal asunto.