Si hay una razón por la que no estoy siguiendo demasiado el Mundial de Fútbol son las retransmisiones televisivas; o sea, por los señores que se encargan de narrar los partidos. Todos, absolutamente todos me resultan insoportables, cargantes, con ese aire de graciosos, de cuñados enrollados y simpáticos del todo abominable. Y es que desde la ocurrencia aquella del «Iniesta de mi vida»-ojo, terminó siendo hasta la contraseña de wifi de Mediaset en la competición que se está celebrando en Brasil- hay un todo vale en las retransmisiones deportivas que da verdadera grima: ¿han escuchado alguna vez a Nico Abad narrando las carreras de Moto GP? Es el epítome elevado a la absurdez más absoluta -este señor no tenía ni idea hasta hace unos meses de motociclismo y no se molestaba en ocultarlo- de la argentinización de nuestros comentaristas deportivos; el problema es que no son Víctor Hugo Morales sino unos aspirantes a animadores de fiestas infantiles.

Se acuerdan de José Ángel de la Casa, ¿verdad? Si recuperan ahora sus audios para los partidos de la Selección Española de Fútbol parecería que estuviera retransmitiendo un funeral: frases precisas, sin florituras, sin poesía barata; un verbo recto y aseado, sin gel con olor a pachuli. De ahí que su mítico gallo al cantar el gol número doce a Malta («goooool de Señooooor») siga impactando: fruto de una verdadera pasión, de la emoción incallable, incontenible, no resultado de las ganas de dar el cante para salir en los programas de zapping. De alguna manera, la evolución de este dichoso país la marcan cosas como ésta; sí, nuestro camino es el sendero trazado desde De la Casa a Nico Abad.

Porque cosas como el decoro son ahora de lo más demodé: primero, porque algunos lo identifican con algo rancio, antiguo, de derechas -y ya se sabe que no parecer de derechas es un deporte nacional en ciertos sectores de la burguesía y la coolería: algunos tienen que esforzarse mucho, muchísimo-; y segundo, peor, porque esos algunos identifican el decoro con una cierta impersonalidad, una falta de emoción o sentimiento en el contacto y la expresión -o sea, dicho de una manera más directa: el decoroso es un sieso, asocial, un aburrido de la vida-.

Y así, por estas cosas, hemos llegado a esta exacerbación de la efusividad; o sea, tenemos que aceptar que haya gente que te acaban de presentar pero que te abraza como si hubiera asistido a tu parto, tenemos que asimilar que haya gente que se arroga el derecho de llamarte por un diminituvo generalmente ridículo que el interpelado suele odiar... Y, claro, hay que soportar a los comentaristas deportivos que te gritan su falsa pasión por el deporte. Falsa, sí. ¿Por qué hay que considerar más auténtica la efusividad, el cachondeo, que la discreción y la economía expresiva? La impostura en la simpatía es, sin duda, lo más detestable con lo que uno puede toparse en esta sociedad de smileys y emoticonos, y también lo más postizo: por cada whatsapp que reciba que termine con un signo de exclamación o un :) hay alguien que finge su calidez por inseguridad o convención social. Por eso, lo imploro, seamos simpáticos, sí, pero sin excesos. Y, sobre todo, ¿por qué no ser más empáticos que simpáticos?