La Presidenta alemana y emperatriz europea, Ángela Merkel, ha dicho hace pocos días que «Europa no es ahora tierra de futuro para jóvenes». Se trata del reconocimiento de un fracaso, de una renuncia en toda regla. Dejar a los jóvenes al margen del sistema sólo puede tener consecuencias negativas para el presente y para el futuro continental. Reconocerlo crudamente en público demuestra que no hay conciencia del problema.

Los jóvenes han pagado la crisis debido a su apatía política. Ya en los años 90 la Universidad de Salamanca hizo un descubrimiento terrible: en España, la mitad de los votantes tenían más de 55 años. De esta manera, con la participación masiva de los mayores y el absentismo político de las cohortes juveniles, las pensiones pasaron a ser un tema intocable, al tiempo que las sucesivas reformas laborales protegían a los empleos fijos y establecían la precariedad en los nuevos contratos, la mayoría de ellos firmados por las nuevas incorporaciones de aquellos años al mercado laboral: jóvenes, mujeres e inmigrantes.

El resultado de esta combinación de políticas conservadoras dirigidas a un electorado vitalmente conservador no se ha hecho esperar. La magnífica revista La maleta de Portbou dedica su último número a este tema, y publica cuatro análisis bajo un atractivo titular (Jóvenes y precarios contra la vieja política) en los que se demuestra que el hartazgo de los jóvenes y sus recientes movilizaciones tienen como fundamento precisamente lo que tan alegremente reconoce Merkel, la ausencia de futuro, en España y en Europa; la precarización de sus vidas; la renuncia a intentar configurar una familia similar a la que ellos mismos han tenido; la imposibilidad real de intentar desarrollar una carrera profesional basada en el esfuerzo y el talento. Hoy por hoy, para cientos de miles de jóvenes en España y en Europa la austeridad y la ceguera política constituyen la mejor invitación posible para apoyar a nuevos partidos dispuestos a romper con esta dinámica perversa.

No es casual que en Gran Bretaña también estén preocupados por este asunto, y que lo hayan analizado desde una perspectiva más honesta. Autores como Craig Berry alertan sin tapujos de que el potente voto gris -referido a las canas de sus protagonistas- con su importancia a la hora de ganar elecciones y sus demandas egoístas está rompiendo el pacto intergeneracional y minando la democracia. Berry llega a proponer que se rebaje hasta los 16 años la edad electoral para tratar de compensar con cohortes más jóvenes ese voto que está de hecho taponando el futuro de los jóvenes y el progreso social. Un debate interesante que en España, para variar, se está obviando a favor de la descalificación simplona de los nuevos partidos destinatarios del voto de los jóvenes, acusados de populismo y examinados con lupa.

Si queremos plantear opciones de futuro hay que incorporar a los jóvenes a la política democrática. Y eso supone escuchar sus planteamientos y diseñar políticas que de verdad les beneficien. Cada año destinamos en España más de 130.000 millones de euros a pagar pensiones, algo justo y que además proporciona votos. Pero al mismo tiempo estamos permitiendo que casi un millón de jóvenes hayan emigrado buscando una oportunidad, un trabajo, un sueño. Algo serio y sensato hay que hacer para que la juventud española y europea sienta que no está abandonada a su suerte. Y no se trata de incorporar a puestos ministeriales a jóvenes sin trayectoria ni experiencia, por supuesto que no. Los jóvenes tienen que volver a confiar en las posibilidades transformadoras de la Política, con mayúscula, y ésta a su vez debe guiarse por razones más elevadas que la viciada aritmética electoral. Una sociedad sin jóvenes es una sociedad mortecina. ¿Hay alguien dispuesto a tomarse este asunto en serio?

*Enrique Benítez es parlamentario andaluz del PSOE