Uno va caminando por la calle y se pone a sumar los números de las matrículas de los coches. Hasta que no encuentra tres seguidos que den 22 no dejará de hacerlo. No es sencillo que eso suceda, y cuando por fin lo hace la persona en cuestión no cumple su promesa y sigue sumando matrículas, esta vez hasta encontrar otras tres que den 23.

Cuando su paseo le obligue a cruzar un parque grande, se sentará en un banco y tomará la decisión de no moverse de allí hasta que pasen diez personas cada una de las cuales lleve en las manos artículos diferentes que vayan sumando uno, dos, etc. Una regla adicional complica el asunto: deben hacerlo en orden, es decir, que no vale si después del que lleva dos objetos pasa el que lleva ocho; el ocho sólo servirá después del siete, el nueve después del ocho y así sucesivamente, lo que hace que se pierdan muchas oportunidades. Al principio es fácil: una mujer lleva un bolso, un anciano dos plátanos, un estudiante tres libros de texto, un señor de mediana edad cuatro paraguas nuevos (los mangos están protegidos por un plástico). Pero a partir de ahí la cosa se complica. Tarda unos minutos en ver a un niño que, dentro de su cochecito, se abraza a cinco muñecos de peluche y más de media hora hasta que una joven pasa a su lado cargada con seis bolsas de la compra. Poco después un jardinero acarrea siete ramas cortadas desde debajo del árbol donde estaban hasta un camión. El ocho se resiste más o menos tres cuartos de hora y se corresponde exactamente con las galletas rellenas de chocolate que una niña, sentada enfrente de él junto a su madre, ha dejado caer en su regazo y se come despacio, relamiéndose, ausente de todo lo demás. Por estar observando esa felicidad magnética y contagiosa está a punto de perderse a quien lleva una bandeja con nueve cafés, que ha recogido en el kiosco que hay unos metros más allá y que transporta hacia un grupo que toca diversos instrumentos de música (una guitarra, una flauta, un bongo) en medio del césped. Ahora, a punto de consumar su reto, se siente tan bien allí que desea que se demore mucho el número diez. Y lo hace. Hasta una hora más tarde no ve a una señora quitándose una por una diez horquillas del pelo para arreglárselo mejor mientras se mira en un espejito de mano que ha conseguido colocar sin que se caiga en la base de la estatua de un prohombre de quien ya nadie se acuerda.

La persona se levanta, un poco entumecida, y sale lentamente del parque. De nuevo en una densa avenida vuelve a contar matrículas, pero ahora de motos y de autobuses. Más adelante contará vestidos rojos (no parará hasta llegar a 50), ventanas en las que hay al menos una maceta con flor bien a la vista (se conforma con alcanzar las 20), gente hablando por el móvil (hasta que no llega a 100 no para), ambulancias (10 son suficientes), etc.

Los aritmomaníacos se comportan así. No pueden dejar de contar cosas del tipo que sea y lo hacen continua, compulsivamente. No le hacen daño a nadie y tampoco, piensa uno, a sí mismos, ya que contar es una forma de concentración, casi de meditación. Y porque reduciendo al absurdo la cualidad fatídica los números se les desarma y dejan de ser ellos, los muy malvados, los que nos cuenten a nosotros.