Hace poco, un dirigente del partido de la canciller Angela Merkel, el jefe de su grupo parlamentario, se felicitó de que Europa hablase alemán.

Con tan petulante frase, el tal Volker Kauder, que así se llamaba el caballero, quería significar que todos los países estaban aplicando las políticas de estabilidad presupuestaria -de austeridad- que dictaba Berlín.

Aquí sabemos mucho de eso porque la canciller y su inflexible ministro de Finanzas, Wolfgang Schüssel, no parecen haber encontrado un discípulo más obediente y aplicado que nuestro presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.

Pero ahora parece que poco a poco las cosas han empezado a cambiar, y aunque sin quedarse los alemanes «solos en Europa», como titulaba un semanario muy serio su información sobre la última decisión del Banco Central Europeo, lo cierto es que ya no todos están dispuestos a marchar a «paso de oca».

Con su programa de compra masiva de deuda pública de la eurozona, el presidente del BCE, el italiano Mario Draghi, parece haber roto un tabú que pesaba sobre una losa sobre ese organismo y sobre la economía europea en su conjunto.

Es cierto que ha sido una decisión no todo lo valiente que habría hecho falta puesto que está todavía muy lejos de esa mutualización de la deuda que sigue siendo anatema para unos alemanes que siguen sin fiarse de lo que su prensa llama frívolamente el «club Med», es decir esos «vividores» del Sur.

Draghi no ha conseguido salirse totalmente con la suya al haber impuesto Alemania y sus otros socios de la austeridad la condición de que cada palo aguante su vela: es decir que sea el banco central de cada país del euro el que se responsabilice mayormente de la deuda que compre. Pero por algo hay que empezar.

Y ahora están además las elecciones de hoy en Grecia, un país al que la troika no ha dejado ni respirar: por imposición suya, ha desmantelado buena parte de sus servicios públicos, sus dispositivos de ayuda social sin que ello haya servido para nada, pues no sólo ha crecido allí la miseria, sino también la deuda pública, que alcanza ya nada menos que el 175 por ciento de su PIB.

La campaña electoral en ese desgraciado país que consideramos cuna de la democracia ha estado acompañada de avisos del más puro chantaje sobre el peligro que corría de verse expulsado del club europeo en el caso de que triunfase cualquier otro partido que no fuesen los dos que le han llevado a la catástrofe actual.

Si Grecia ha sido el laboratorio donde se han probado las terapias de choque de la troika, está claro que ésas han demostrado su total ineficacia, pues el país está hoy mucho peor que cuando empezó la cura de caballo a la que lo han sometido.

Tanto el Gobierno alemán como sus socios y discípulos aventajados han hecho todo lo posible para pintar a la izquierdista Syriza como una formación «irresponsable» y «populista», que sólo podría llevar a Grecia al desastre. ¡Como si el desastre no estuviese ya allí!.

Si, pese a todas esas advertencias de las Casandras de turno, el partido que lidera Alexis Tsipras consigue la victoria, la Europa de la crisis habrá dejado de hablar sólo alemán y podrá hacerlo en francés, en italiano y en otras hermosas lenguas de esa Europa que queremos siga siendo tan variada y multilingüe como lo fue siempre.