En su reseña para The New York Times del reciente ensayo del profesor Robert Putnam, Our kids, David Brooks ha observado que, en los Estados Unidos, sólo el 10% de los hijos de padres universitarios crece en el seno de familias monoparentales; la media, en cambio, alcanza casi el 70% entre los padres que no han finalizado los estudios superiores. Desconozco si existen estadísticas similares en España, aunque me imagino que las proporciones no serían equivalentes. Ni la cultura ni los valores establecidos resultan completamente equiparables. En una ocasión leí -no recuerdo ahora dónde - que, en nuestro país, la tasa de separaciones se situaba en torno al 60%, lo cual significa que más de la mitad de matrimonios fracasa. En los Estados Unidos, la tasa se elevaba a un porcentaje superior, pero con un notable sesgo sociológico. Los universitarios se casan más -y a edades más avanzadas-, se divorcian menos y los primeros hijos son concebidos pasados los treinta o un poco antes, pero no en la adolescencia ni sin antes de haber consolidado cierta posición profesional. Otro dato a destacar serían los embarazos no queridos, muy inusuales entre los licenciados.

En su artículo, David Brooks argumenta que en la sociedad americana se enfrentan dos discursos contrapuestos: uno basado en la fiabilidad, la confianza, el esfuerzo y el autocontrol; y otro que se mueve entre el relativismo y el corto plazo. El primero toma el compromiso por lo que realmente vale; mientras que el segundo se cuestiona los valores y la palabra dada. Se trata, si se quiere, de trazos gruesos -o muy gruesos incluso -, pero que apuntan hacia la coexistencia de distintos ecosistemas morales. El término clave quizás sea aquí la banalización (o no) de los valores. No es del todo banal que, en una sociedad, los hijos crezcan mayormente en familias monoparentales, como tampoco carece de importancia la tasa de divorcios o la estabilidad de las parejas, ni que un país adopte un huso de valores u otro. Los hábitos socialmente adquiridos forman parte también del retrato de la desigualdad.

Algún día habrá que preguntarse cuál ha sido el papel de la televisión basura en el deterioro del ambiente cultural. Y no sólo de la cultura, sino también del debate político, convertido ya en un ring de eslóganes, escupitajos y propaganda. De las remotas Mamá Chicho - hace ahora veinticinco años - a la actual moda de los reality, buena parte de los programas de entretenimiento se han asentado sobre la estupidez consentida. «Las relaciones humanas - afirmaba estos días el Colegio Oficial de Psicología de las Islas Baleares- son mucho más complejas de lo que se nos pueda mostrar en el mundo televisivo tan superficial, banal e intrascendente pero de enorme repercusión e influencia en determinados sectores de la sociedad». De este modo, lo que no debería ser normal - la intimidad concebida como exhibicionismo, el insulto, el matonismo en los debates, etc. - ha pasado a serlo. En su versión digital, todo lo que suene a chismorreo (y más si pone teta en el título) tiene diez veces más visitas que cualquier contenido serio: la vulgaridad se ha convertido en un modelo a imitar.

Para Brooks, el rearme de una sociedad exige, en primera instancia, recuperar una zona definida de límites y, además, dotar de peso al lenguaje. Lo contrario, diríamos, a la cultura líquida que se disuelve según las modas del momento. Básicamente, porque nada es inocuo. Si más de la mitad de matrimonios fracasa, pregúntense cuál es el futuro de las parejas que surjan de «Casados a primera vista». Las apuestas suben.