Si Lenin levantara la cabeza caería de nuevo fulminado sin remedio. Y es que Vladimir Medinski, ministro de Cultura de Rusia, ha destituido a Boris Mezdrich, director del Teatro Estatal de Ópera y Ballet de Novosibirsk, por la versión de la ópera «Tannhäuser», de Wagner, que molestó sobremanera a la jerarquía de la Iglesia ortodoxa y a determinados grupos confesionales de la capital de Siberia occidental.

En el país de los soviet donde la religión oficial pasó a ser desde 1917 el comunismo científico -que así se autodenominaba, conviene recordarlo- y que consideraba cualquier creencia una superstición, y por lo tanto un grave desvío de la recta y benéfica razón, resulta que la Iglesia se impone a los artistas con la ayuda del Estado. También conviene recordar que Putin fue un alto oficial del KGB y que, como tal, actuó nada menos que en el Muro de Berlín, frontera de todas las tensiones y brutalidades.

El conflicto libertad/creencia hunde sus raíces en el pasado mes de diciembre cuando se estrenó una versión de «Tannhäuser» de Timofei Kuliabin, en el local del que era responsable Mezdrich.

A finales de enero, Tijon, el metropolitano -la autoridad religiosa- de Novosibirsk, denunció la puesta en escena ante la fiscalía local. En su opinión empleaba símbolos religiosos de forma inadecuada y ofendía los sentimientos de los fieles.

Un tribunal consideró que no había materia de delito. El jerarca religioso recurrió basándose en que en 2013 se había incorporado al Código Penal ruso un artículo que permite condenar a tres años de cárcel a quienes ofendan los sentimientos religiosos de los ciudadanos. El giro copernicano respecto al indicado comunismo científico venía pues de atrás.

En los detalles siempre se enreda el demonio. La versión de «Tannhäuser», de Kuliabin, altera el argumento. El bardo se convierte en un director de cine que presenta a concurso una película donde desvela detalles ocultos de la vida de Jesucristo. Lo sitúa prisionero en la gruta de Venus con quien convive. Y lo peor, lo menos digerible para las instancias confesionales, fue el cartel de la obra, donde aparecía una cruz a través de las piernas de una figura femenina. El cartel de marras fue suprimido, pero Mezdrich se negó a retirar la obra y disculparse, como le exigió el ministro de Cultura.

El ministerio, entonces, acusó a Mezdrich de «falta de deseo de considerar en sus actividades los valores que se han formado en la sociedad» y de «no respetar la opinión de los ciudadanos». También criticó «no cumplir las recomendaciones de los patrocinadores», lo cual no deja de tener su gracia.

Desde las coordenadas liberal democráticas en que nos movemos solo se puede hablar de censura ante el episodio post soviético o neo confesional o como se lo quiera denominar. Pero quizá mejor sería citar las coordenadas propias y exclusivas de la Europa occidental. En EE UU, por ejemplo, el respeto a las creencias religiosas es muy acusado -y constitucional- de manera que, por otras vías y procedimientos pero, en realidad, con una base común, podría plantearse lo mismo que se acaba de vivir en Siberia. Y obviamente, salvo ciertos extremistas, nadie en su sano juicio podría tachar a EE UU de dictadura o de país con una baja calidad democrática. Lo chocante del episodio ruso, hay que insistir, es que haya ocurrido en la patria de Lenin: muy poco calaron sus ideas.

No es preciso indicar que en países de un segundo o tercer nivel la objeción de las autoridades religiosas sobre un espectáculo parecido prosperaría sin duda. Y qué decir, volviendo a Europa: con los asesinatos de París de inicios de año se vio que ni siquiera esta isla de tolerancia está libre de violencia o al menos de censura.