Como el AVE o su equivalente cada vez que deseo trasladarme a cualquier ciudad costera comunicada con Madrid por una línea de alta velocidad, y sería hipócrita si dijese que no valoro sus indudables ventajas para el turismo o los negocios.

Es en cualquier caso desde todos los puntos de vista mil veces preferible al avión para las medias distancias. Y, sin embargo, entiendo también a quienes plantean sus inconvenientes: beneficia a grandes nudos de comunicación y se olvidan de lo que hay entre medias.

Ocurre algo parecido con las autopistas en relación con las carreteras nacionales ya que no sólo infligen grandes heridas al paisaje sino que no benefician tampoco a las comarcas por las que pasan, por lo que contribuyen a su progresivo empobrecimiento y despoblamiento.

La velocidad es, ya se sabe, signo de los tiempos. La velocidad y la inmediatez. Lo queremos todo y de modo inmediato. Si estamos visitando algún lugar y fotografiamos lo que tenemos delante, enviamos la imagen inmediatamente a quien no está con nosotros para que comparta casi en tiempo real ese momento.

¿Recuerdan los lectores menos jóvenes cuando uno hacía un carrete de fotos durante un viaje y tenía que esperar unos días a que las revelase y positivase el laboratorio al que las había enviado? ¿Recuerdan la emoción de ver que ninguna foto se había velado y uno podía mostrarlas a amigos? Viajar era entonces siempre una aventura.

Uno recuerda con cierta nostalgia los viajes de niño en trenes tirados por locomotoras de carbón en los que podían bajarse las ventanillas para respirar aire fresco al tiempo que se advertía al viajero del peligro de asomarse al exterior.

Los viajes podían durar entonces una eternidad, pero había otra medida del tiempo. Y había sobre todo mucha más comunicación entre los viajeros. Alguien sacaba la botella de vino y la tortilla o el chorizo de la fiambrera e invitaba a los otros viajeros aunque los acabara de conocer.

Salía uno además de vez en cuando al pasillo para estirar las piernas, y allí se le ofrecía la ocasión de charlar con quien viajaba en el compartimento de al lado si le encontraba simpático o era comunicativo.

Hoy viajar en AVE es como hacerlo en avión: muchas veces quien se sienta al lado no le dirige a uno una sola palabra mientras dura el viaje y ni siquiera muchas veces se despide al final del trayecto.

Los viajeros sacan inmediatamente del bolso o el bolsillo sus teléfonos móviles para jugar o enviar continuamente mensajes a no se sabe quién o bien encienden, nada más sentarse, sus ordenadores portátiles para ver alguna película o seguir trabajando como si estuviesen en la oficina.

Es el mismo tipo de comportamiento que vemos hoy en cualquier transporte público. Nadie mira ya a quien tiene enfrente o al lado, a quien sube o baja del vagón. Somos cada vez más como mónadas. Es el tipo de mundo al que nos dirigimos.