Aznar tiene un problema. Aspira desde 2004 a convertirse en el Felipe González del PP. No lo es ni de lejos.

El expresidente popular, apreciado y respetado por los suyos, apenas goza de influencia en la vida de su partido. Rajoy se lo ha secuestrado. Entusiasma a las huestes fuera, pero en casa predica en el desierto. Místico como Santa Teresa, vive sin vivir en él y muere porque no muere. El expresidente socialista, en cambio, sigue mandando en el PSOE.

Pedro Sánchez, no tan breve y tardo como algunos narran, comprendió la constelación socialista. Para combatir a Susana Díaz, su terremoto, empezó a intimar con González. A obedecerle, lo que Zapatero nunca hizo. No hay peor cuña andaluza que la de la misma madera. Y el sol empezó a brillar para Sánchez.

Aznar sigue incómodo por los derroteros de su obra, el PP. Hasta su esposa, Ana Botella, no oculta el cabreo. La alcaldesa de Madrid toma estos días finales, antes de entregarse al «relaxing cup», decisiones de calado que atan a sus sucesores. Para escozor de Esperanza Aguirre, aspirante con posibles. La esposísima y la lideresa nunca congeniaron. La esposísima deja colocados a todos sus hombres en las nuevas listas. Para abrir hueco al último, en el que hallaba resistencias, llamó directamente a Rajoy, puenteando a la lideresa.

Aznar acude a más mítines que nunca. No es que el expresidente quiera echar una mano a Rajoy sino que ahora le sobran invitaciones para la diatriba. Hasta María Dolores de Cospedal lo recluta. Aznar no ha cambiado: no se considera representado por el actual presidente, ni variado su trato displicente hacia el gallego. Solo que imperan la inquietud y el miedo. Muchos cargos temen una catástrofe e invocan a san Jose María para que «al menos los votantes nuestros de toda la vida no se vayan».

El PP hoy es Rajoy. Nadie tose. Orgánicamente, el partido está hecho un poema. Manda Floriano. O sea, manda Rajoy cuando le queda tiempo. ¿Quién es Floriano para los militantes populares? La secretaria y los otros vicesecretarios, ni están ni se les espera. María Dolores de Cospedal, en su Castilla. Esteban González Pons fuera, en la ancha Europa. Javier Arenas, escondido en su castillo.

Diputados y senadores populares no dejan un ministro sano: que si Soraya Sáenz de Santamaría trabaja para sí misma y para sus abogaditos del Estado; que si De Guindos sólo piensa en largarse; que si Montoro machaca al votante natural de la derecha con inspecciones y sangrías fiscales; que si vamos a acabar como UCD. Los veteranos cruzan apuestas sobre el tiempo que tardará en estallar la crisis la noche de autos con unos malos resultados. Con debacle, a las tres horas de abrir las urnas los barones estarán rajando contra el mando, pronostica uno. Luego sucederá como siempre. A tragar y amén, que mantener el sueldo depende del registrador pulcro.

Aznar es el mensaje subliminal estéril del PP: quiere estar, pero no está. Su estímulo -y lo intenta a conciencia, con intervenciones rotundas, brillantes precisas e ideológicas- no influye en ninguna conducta. Le gusta jugar el papel de salvapatrias. Pero, según dicen los suyos que amamantó, antes retornará el Rey que abdicó al trono que el cuarto presidente del Gobierno desde la Transición a La Moncloa. Si para los votantes de mañana Rajoy simboliza lo viejo, Aznar representa la arqueología.