Como era de esperar, el partido que gobierna la nación se ha apuntado a la inútil estrategia del miedo. Nos advierten los populares de que no escuchemos los cantos de sirena de los «radicales» porque la política que éstos defienden pone en peligro todo lo conseguido hasta ahora.

Cualquier pacto que no pase por ellos, que no los incluya, lo presentan como una amenaza para la democracia, como una peligrosa reedición del Frente Popular.

¡Ellos, que utilizaron una y otra vez su mayoría absoluta como una apisonadora para imponer a los ciudadanos las medidas más impopulares y antidemocráticas con la fatigosa cantinela de la falta de alternativas!

Y, por si tuviéramos poco con el Gobierno que un día elegimos, un organismo multilateral no elegido por nadie y que sólo parece tener en cuenta los deseos de los inversores internacionales, se empeña en que los sacrificios que hemos hecho hasta ahora no son suficientes.

Dice el Fondo Monetario Internacional que hay que dar una vuelta más de tuerca, profundizar en las reformas, abaratar y facilitar el despido, recortar servicios públicos esenciales como son la educación y la sanidad. ¿Quién es aquí el radical?, nos preguntamos.

Una entidad dirigida por una elegante señora de melena plateada que gana más de 350.000 euros al año y sin obligación de declarar a Hacienda, se permite señalar que el coste del despido de los trabajadores españoles sigue siendo excesivo.

Es el mismo organismo que se ha mostrado intransigente, mucho más que la propia Comisión Europea de Jean-Claude Juncker, en las actuales negociaciones con la Grecia asfixiada de Syriza.

Si a algo habría que tenerle miedo no es a los nuevos partidos que se propusieron limpiar las cuadras de Augias de la política española, sino a esos altos funcionarios internacionales excelentemente remunerados que, totalmente alejados de la realidad social de los países que analizan, sólo piensan en cifras macroeconómicas.

Porque de lo que se trata aquí es de saber a quién debe servir la economía: a los ciudadanos que acuden diariamente a su trabajo y que financian con sus impuestos el cada vez más menguado Estado de bienestar o a los fondos de inversión internacionales que son los que prestan dinero y sólo buscan la máxima rentabilidad al más corto plazo.

Hay quienes están interesados en convertir la crisis en el estado normal de nuestras sociedades para seguir utilizándola como pretexto para reducir salarios, recortar prestaciones, seguir privatizando servicios públicos y recortar las libertades de quienes con razón protestan en la calle contra tales abusos.

Hace tiempo que los sueldos dejaron de aumentar con la productividad como en los años de la Guerra Fría, cuando Occidente tenía que competir con el bloque comunista. Ahora simplemente se reducen. Y tenemos no sólo a cada vez más parados, sino el nuevo fenómeno de los «trabajadores pobres».

Ahora se trata sobre todo de combatir a los sindicatos, obstaculizar los convenios colectivos y dejar que los trabajadores negocien directamente con los patronos en cada empresa, rescatar cada vez que hace falta a la banca, socializar las pérdidas y ceder continuamente soberanía en beneficio del sector de las finanzas y las grandes multinacionales.

¿No es a eso, y no a la democracia, a lo que habría en cualquier caso que tener miedo?