Aquel magistrado del Tribunal Constitucional, miembro fidelísimo de un instituto religioso muy conservador y ponente de la sentencia sobre la objeción de conciencia del farmacéutico al dispensar la píldora del día después, tuvo al ponerse a ello el pálpito de que algo no estaba bien, pero luego razonó por escrito, con las sutilezas de su oficio, que existiendo dudas sobre el efecto abortivo de esa píldora era aplicable la misma doctrina del Tribunal que había reconocido la objeción del médico ante el aborto. Al acabar la ponencia le volvió el pálpito, que ahora había tomado cuerpo en la idea de si, teniendo formada la conclusión antes de razonamiento alguno, pues le venía impuesta por sus creencias, no debería él mismo, por decoro profesional, objetar como ponente, vista su imposible objetividad. Sin embargo la apartó en seguida de un manotazo, como una mosca de relativismo moral.