La tecnología ha derrotado a la imaginación. Su libertad transgresora, su capacidad de soñar el fondo de la vida o de cruzar hacia lo desconocido ya no dependen del talento abstracto. Tampoco de una intuición rebelde sustentada en el poder del conocimiento. La imaginación está en manos de la inteligencia artificial. Y del capital, por supuesto. Sin dinero es imposible domesticar la fuerza salvaje de la imaginación. Lo pienso después de dejar la tostada de aceite junto al café y el plato con sandía y melón del lento desayuno. Pertenezco a la cultura mediterránea aunque sea sospechoso para Alemania. Apenas unos segundos antes, un robot me golpeó el corazón. No tiene nombre. Ni seductoramente exótico ni matemáticamente enigmático. Es una mujer de rostro atractivo. Ignoro si lleva un collar de perfume en caída hacia el escote o si lo esconde como una mariposa entre la oreja y el cuello. Es la fotografía impresa de una recepcionista androide que sonríe en japonés en el Hotel Henna de Sasebo. El establecimiento cuenta con una plantilla de 10 robots humanoides, entre ellos dos conserjes que acompañan a los clientes a una de las 72 habitaciones de 21 metros cuadrados. Minimalistas, sin televisor, con la temperatura controlada mediante sensores de calor y en la que las luces se encienden y se apagan automáticamente dependiendo del movimiento. Nada en común con las alcobas de La casa de las bellas durmientes en las que Kawabata ofertaba la belleza de un sueño desnudo de juventud. Es la diferencia evidente entre la imaginación y la inteligencia artificial. La primera posee una poesía catalizadora que depende de la sensibilidad. La segunda una funcionalidad práctica sujeta a la robótica.

Hideo Sawada, el fundador de este hotel, asegura que ha ahorrado un 25% solamente en costes salariales, a lo que sumar la bajada de la factura energética gracias a su dependencia de la energía solar. Los robots representan una creciente industria. En Europa cuenta con un 32% de cuota de mercado y mueven 19.000 millones de euros al año. Desde los años 70 la robótica ha evolucionado considerablemente. De estar acotada a sectores como el automovilístico, el manufacturero y el de la medicina se expandió hasta alcanzar los servicios profesionales a finales de los 80. El siguiente reto es la robótica personal. Alexander Waibel, del Instituto de Tecnología de Karlsruhe (KIT), está convencido de que, en un plazo de 20 años, será habitual encontrarlos realizando tareas muy simples como la transmisión de mensajes o en áreas como la educación y el bienestar común, ayudando a personas mayores o a niños con dificultades de comunicación. De hecho, ya existen en fase piloto en algunos centros. Igualmente tendrán protagonismo en los avances del transporte y de la seguridad personal. Según un estudio del Departamento de Automática, Ingeniería Electrónica e Informática Industrial en la Universidad Politécnica de Madrid, el 47% de los puestos de trabajo que existen en el mundo son susceptibles de ser automatizados en 20 años.

La robótica es un mundo fantástico. Las empresas estén convencidas. Durante las últimas tres décadas, la participación de la mano de obra en la producción se ha reducido a nivel mundial del 64% al 59%. Y conforme las empresas se vayan adaptando, para aprovechar todo el potencial de los sistemas robotizados, irá creciendo la menor demanda de mano de obra especializada. Será difícil para los trabajadores con bajos niveles de cualificación ocupar puestos de trabajo que requieran las capacitaciones para adaptarse, en un corto período de tiempo, a la automatización del 50% de todas las actividades en numerosos campos industriales. 1.800 académicos y expertos en nuevas tecnologías y en la Inteligencia Artificial (IA), compilados por un informe publicado por el Pew Research Center, consideran que en 2025 los robots ocuparán el trabajo de muchos de nosotros. Si se cumple esta previsión la brecha adquisitiva entre los trabajadores cualificados cuyo trabajo no pueda ser automatizado y el resto se agrandará. Una receta perfecta para la inestabilidad de una sociedad dividida entre una minoría bien pagada y una mayoría insegura con toda probabilidad provocará tensiones sociales.

La pesadilla robot que visionó Karel Capek en 1921 al publicar su obra de teatro R.U.R. me hizo decantarme, desde su lectura a la izquierda de mi adolescencia, por una economía creativa, social y justa en lugar de elegir un sistema automatizado,, individualista y miedoso que hace tiempo nos ha transformado, muchas veces voluntariamente, en robots de la codicia del capital y su dictadura. Hay soñadores que esperan con fascinación que en apenas dos décadas podamos disponer de conexión directa entre el cerebro y diferentes dispositivos electrónicos que permitirán aumentar la memoria y la inteligencia. Incluso acceder al pensamiento. Yo, en cambio, prefiero una vida en la que las personas sean posibles y en las que no sea un androide el que interprete al piano un concierto confidencial de Seymour Bernstein. Ni una androide la que me despierte un beso artesano y con edén. Una sociedad donde el Humanismo y el esfuerzo del trabajo prevalezcan por encima de la fría logística de la robótica, y nos liberen del inquietante invernadero social donde nos eliminan la identidad, el género, la discrepancia, la insumisión. No me gustan las máquinas entendidas como instrumentos de poder y de inmortalidad. Ni siquiera cuando prometen progreso o un confortable bienestar.

Saboreo la filosofía del mediterráneo, y con la vista en el rostro de la recepcionista androide, que no deja de sonreírme en japonés -sin saber que estoy a punto de echar mi imaginación a navegar-, me acuerdo de Locke cuando dijo que los hombres olvidan la disposición de la mente para el sueño de la felicidad o su manipulación.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com