En los mercados bursátiles se recalca a menudo la importancia del «sentimiento contrario» o, lo que es lo mismo, el valor de invertir en aquellos activos que, por un motivo u otro, no están de moda, sino que pasan su particular purgatorio. Warren Buffett lo sintetizó en una llamativa frase: «Hay que ser codiciosos cuando la gente es temerosa y temerosos cuando la mayoría es codiciosa». Diríamos que la función de la mentalidad contraria consiste en prepararnos para lo imprevisto. Al fin y al cabo, predecir el futuro de forma certera supone una labor casi imposible y más vale adherirse a unos pocos principios seguros.

En política sucede algo similar. A comienzos de la II Guerra Mundial, Europa se hundía bajo el peso de los dos grandes movimientos totalitarios del siglo XX: el fascismo y el comunismo. Fue un solo hombre, Winston Churchill, quien con determinación logró ganar el tiempo suficiente para que Estados Unidos entrara en la guerra y salvar así los restos de Occidente. Churchill, un reaccionario conservador, salvó la democracia liberal y el sentido burgués de la decencia y el respeto. Poco después, sin embargo, la hegemonía soviética resultaba aparentemente insoslayable. Llegaba la bomba atómica, caía Corea del Norte, Yuri Gagarin orbitaba alrededor de la Tierra, los viejos imperios coloniales se deshacían. Fue entonces cuando otro hombre singular, el embajador George F. Kennan, desarrolló la doctrina de la contención que permitiría frenar las aspiraciones soviéticas y, finalmente, ganar la Guerra Fría. Nada fue como parecía en un primer momento. La crisis del petróleo del 73 anunciaba, otra vez, el principio del final del capitalismo y, por supuesto, tampoco ocurrió nada de lo previsto. Cuando estalló el crash de 2008, el oro pasó a ser un refugio del capital necesitado de comprar seguridad; pero, tras una fuerte subida inicial, lleva años despeñándose por el tobogán de las pérdidas. Sólo unos pocos cenizos como el propio Buffett desaconsejaron su compra. El sentimiento contrario no te garantiza ningún éxito. Seguir la moda, en cambio, te asegura ir a la última, pero no acertar. Pocos augures adquieren la condición de profetas.

Si nos movemos en lo más inmediato y cercano, comprobaremos cómo los que llevan la contraria han acertado mucho más que los que siguen la corriente. Ni 2008 supuso el final de la globalización ni el mundo se ha detenido. La gripe A, primero, y el ébola, después, iban a terminar con nosotros, pero al menos en Occidente las consecuencias de las distintas pandemias han sido leves. Tras la abdicación de Juan Carlos I, el advenimiento de una república parecía inminente; mientras que, apenas un año después, Felipe VI ha recuperado gran parte del prestigio y de la autoridad perdidas por la Corona. Nada es tan inmediato como indican las redes sociales. Nada, tan ineludible.

Ahora, a dos meses vista de las plebiscitarias catalanas, ha llegado el momento de la lista única, «llista del president», o como se la quiera llamar. Una mayoría absoluta del soberanismo rompería finalmente España en el plazo breve de seis meses; el PPC llama a un frente común para impedirlo, con C´s y el PSC; Unió se mueve en tierra de nadie. Y, sin embargo, la intuición contraria nos dice que no va a pasar nada, al igual que las bravatas griegas no han conseguido el fruto esperado y el referéndum escocés tampoco rompió el Reino Unido. Rara vez las ficciones se imponen sobre la realidad, a pesar de que en ocasiones sucede. El riesgo de caminar por el borde de un precipicio es resbalar y caer. No obstante, los daños de la irresponsabilidad suelen ser otros: aquellos que surgen del frentismo, de la ruptura de una sentimentalidad común y de la desconfianza entre las partes, hasta asentarse como principios políticos y sociales. Lo cual resulta más pernicioso que la llegada de los temidos cisnes negros.