Hay semanas en las que escribir la columna sabatina resulta especialmente difícil, y ésta es una de ellas. No será por falta de asuntos que merezcan la atención: la anunciada demolición de la manzana de los cines Astoria y Victoria para su resolución mediante un concurso de ideas bien merecería unas líneas, por ejemplo; la cuestión de la plaza existente sobre el aparcamiento subterráneo de Camas y sus pérgolas -ay, nuestra ciudad convertida en una autopista libre de obstáculos para circuitos procesionales- también resulta tentadora. Pero me acuerdo de hace una semana, cuando me encontraba en una ciudad francesa mirando el noticiero con estupor, y se me vienen a la memoria los rostros de los amigos parisinos que me acompañaban en aquellos momentos; el urbanismo local me resulta entonces insoportablemente trivial. Otros conocidos de acá se han revelado recientemente como formidables estrategas y expertos en geopolítica, a juzgar por sus contundentes opiniones vertidas en redes sociales, pero yo me confieso incapaz de despachar el asunto en las veintidós líneas que gentilmente me ofrece este periódico. Una ojeada al calendario me resulta de gran ayuda, y así hoy prefiero invocar el más universal de los lenguajes: la música. La lira de Orfeo, a la que aludí aquí hace justamente un año con ocasión de la festividad de santa Cecilia de Roma -patrona de la música y los poetas- que se celebra de nuevo mañana domingo. La que tiende puentes, como el constituido por la Orquesta West-Eastern Diwan, fundada por el músico argentino-israelí Daniel Barenboim y el intelectual palestino Edward Said y formada por jóvenes músicos árabes e israelíes. La música puede inflamar de amor los espíritus más gélidos, dice el libreto del Orfeo de Monteverdi. Ojalá fuera cierto.