Cuando a Sócrates, acusado de impiedad y condenado a beberse un vaso de cicuta cuando cantara el gallo, apenas le quedaban unas horas de vida y reflexionaba sobre la inmortalidad del alma con algunos de sus discípulos, como recuerda Platón en el diálogo titulado «Fedón», pidió que le aflojaran los grilletes que apretaban sus tobillos. Los tenía doloridos, amoratados, y quizás eso le impedía disfrutar del todo de esta última compañía, de esta conversación que culminaría una existencia ejemplar cuya luz no se apagaría por muchos siglos que pasaran. Esos tobillos, puro cuerpo palpitante, podían ser un obstáculo para que esa alma inmortal sobre la cual reflexionaba en voz alta alzara el vuelo cuando el gallo y la cicuta marcaran la hora exacta de su tránsito al otro mundo. Sócrates solicitó a uno de sus carceleros el favor del ensanchamiento de ese aro de hierro para así, podemos deducir, seguir ensanchando sin interferencias el diámetro del círculo de sus palabras, de su inspiración, de sus ideas y de su mensaje.

Se nos olvida que vivimos constreñidos, apretados, aherrojados. Se nos olvida que la mayoría nos hemos conformado con vidas estrechas, claustrofóbicas. Se nos olvida que también a nosotros nos aguarda a la vuelta de la esquina la cicuta y el gallo y que, antes de que eso suceda, deberíamos aprender a ir ensanchando esas vidas nuestras que, sean o no sean inmortales las almas que las habitan, son únicas, irrepetible y necesarias. Se nos olvida que tenemos a nuestra libre disposición (en libros, en amigos, en el amor, en la belleza, en la ética, en las plantas, en los animales, en las montañas, en el aire, en la noche, en el respeto, en la intuición, en los peces, en las estrellas) tenazas que rompan esas cadenas que nos retienen a un muro o martillos que agraden los agujeros de las esposas que inmovilizan nuestras manos. Se nos olvida que somos anchos como en universo y por eso transcurrimos como si nuestra estrechez fuera constitutiva, obligatoria. Se nos olvida que podemos ensanchar los pulmones (respirar todo lo respirable), que podemos ensanchar la mirada (mirar todo lo mirable), que podemos ensanchar nuestros pasos (caminar todo lo caminable), que podemos ensanchar nuestras esperanzas (esperar todo lo esperable) o que podemos ensanchar nuestros sentidos (sentir todo lo sentible).

Se nos olvida ser todo el ser que somos. Por eso tenemos que aprender las artes del ensanchamiento. Que son muchas y que definen lo humano. Ensanchar las sociedades, que cada vez se cierran más en sus prejuicios por mucha globalización que prediquemos, y ensanchar los corazones, que día a día se vuelven más temerosos de los muchos benditos y hermosos afueras que seguimos teniendo a nuestra disposición.

Sócrates somos todos. Sócrates esperando que el alba decrete su fin o el fin de su cuerpo, no de su alma, como él se atrevió a argumentar para intentar convencer a los últimos escépticos que le rodeaban antes de que el silencio inacabable le cerrara la boca para siempre. Todos necesitamos que nos ensanchen grilletes (cada uno los suyos, cada cual los que le correspondan) o aprender a hacerlo uno sin tener que recurrir a los demás. Sócrates sigue hablando de alguna manera dentro de nosotros (ese silencio suyo quizás no fue tan definitivo) para recordarnos lo importante que es vivir en libertad cada segundo de nuestras vidas. Es fácil que por ello también seamos acusados de alguna impiedad contemporánea y condenados a morir en vida, tengamos esto en cuenta. Así que abramos los brazos e intentemos abarcar esa gran porción de mundo que nos está reservada.