Tenía nombre de ángel y parecía que algún dios lo hubiera tocado con su magia para que anduviera por este mundo a varias cuartas sobre los suelos que conocen los demás mortales. Rafael Pérez Estrada tenía gracia. Además era gracioso. Pero sobre todo tenía gracia, un componente intransferible de la personalidad que silencia cualquier manual de estética que intente destripar el producto artístico como pieza de caza sobre la mesa, para intentar descubrir dónde se halla con exactitud el componente que provoca la vida del animal, la vida del hecho artístico, alejándome de la imagen carnicera. Podríamos referirnos a la constante generación de la sorpresa en el discurso de Rafael mediante la unión de adjetivos y sustantivos inesperados para el lector, mecánica del chiste y del surrealismo que a Rafael le servía, no obstante, como dispositivo para explicar la existencia. Podríamos aludir a la resolución del trazo cuando hablamos de sus dibujos. Podríamos encauzar nuestras reflexiones sobre Rafael por cualquiera de los tortuosos caminos de la explicación técnica. La conclusión que mejor resumirá cualquier análisis será que Rafael tenía gracia cuando se sentaba a escribir o a dibujar. Una obra depurada según sentencia de muchas horas y trabajo pero repleta de gracia, cualidad que exhibe en su fachada del significado algunas estrellas más que si hubiera cultivado sólo el ingenio, término que también provoca sarpullidos a los prebostes de la crítica cientificista de toda escuela. Pero es que prefiero cabalgar sobre las impresiones si debo hablar sobre un autor tan heterodoxo como lo fue Rafael. Y aquí llegamos a una encrucijada vital de nuestro genio malagueño en la que debemos detenernos.

La adscripción poética o prosística de Rafael resiste los tajos que la historia de la literatura practica sobre la piel del siglo XX. Rafael cultiva el esteticismo propio de las estrofas producidas durante los años setenta en general, pero no encaja entre los Novísimos. Rafael domina la imagen inconexa propia de las vanguardias y las neo-vanguardias pero ni se enclavaría dentro de los surrealistas, ni tampoco sus versos hallarían acomodo entre las nóminas y antologías de los Postnovísimos. Rafael era una singularidad, un genio que desplegaba los varales de un extenso abanico hipnótico sobre un mínimo armazón de presupuestos que dictasen sus hemistiquios. Rafael paseaba calle Larios iluminado bajo la gracia de los ángeles. Así debemos reivindicarlo. Con la edición que el último número de la prestigiosa y longeva revista Litoral le dedica, encargado al doctor y amigo suyo, don Francisco Ruiz Noguera, se garantiza una permanencia de la figura de nuestro artista que, alejado de las etiquetas usuales de una historia simplificada de la literatura, corría un cierto peligro de navegar en pocos años los ríos del olvido incluso en su Málaga natal. Y también quiero pararme ante estas palabras.

Además de su faceta como creador, Rafael fue un ciudadano comprometido con la sociedad que lo rodeaba y con la cultura. Junto a Rafael Ballesteros, Ángel Caffarena e Ignacio Díaz Pardo, movió todos los hilos y razones que pudo para que Diputación de Málaga inaugurase el entonces Patronato Cultural de la Generación del 27, hoy Centro de la Generación del 27. Las y los estudiantillos de aquella Málaga de los ochenta, destartalada, oscura y mísera, gracias a este semillero cultural disfrutábamos de conferencias y encuentros literarios que sólo podían celebrarse en las grandes capitales. Una auténtica beca de viaje sin movernos de Málaga. Uno de los aspectos más importantes era la cervecita de después, donde en compañía del escritor invitado, siempre grandes firmas de la literatura contemporánea, el jovenzuelo aprendiz de versificaciones quedaba maravillado por la fluidez de ingenio de Rafael que parecía un foco de miles de watios encendido junto a leves bombillas. Tenía gracia y era gracioso. Emocionados por aquellas charlas muchos malagueños se atrevieron a escribir y mostrar su obra. Autores con breves versos o con pocos relatos en su cuaderno fueron presentados por él a poetas y novelistas con trayectorias más que consolidadas, cuando no con categoría magistral. Málaga comenzó a convertirse en un referente literario de primer nombre que hoy nadie se atrevería a poner en cuestión si no quiere exhibir una ignorancia que tampoco nadie le discutiría.

Una mañana veraniega de hace muchos años, caminaba yo junto al profesor Antonio Garrido que había escrito un reciente ensayo sobre la obra de Rafael. Nos lo encontramos en la Plaza de la Constitución. Tras el abrazo inicial, le dijo casi en tono de confesión: «He dado orden a mi oftalmólogo de que me tatúe en la retina, Viva Antonio Garrido y así pueda tenerte presente en cada despertar».

Lo recuerdo siempre con una sonrisa, con una frase sensata, con un gesto de agradecimiento y elogio hacia quienes no podíamos sino sentir solamente admiración por su trabajo. Rafael Pérez Estrada como el gran caballero y genio que era se permitía la licencia de tratarnos a nosotros como sus iguales. Sobre las brumas con que las horas ensucian los días, Rafael cultivó el arte de que su nombre rimara con lucidez.