«Un rayo de luz violeta que se escapaba de la herida proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto». El verso del poema Crucifixión de Lorca ahora podría recordar a los niños sirios nacidos en esa guerra o lo que sea eso que allí pasa tan mal contado también. Se han cumplido esta semana 80 años del asesinato de Federico. «Si la muerte pisa mi huerto ¿quién firmará que he muerto de muerte natural?2, aquella canción de Serrat parece advertirnos también ahora sobre su muerte: Lorca murió asesinado y sin sepultura, o al menos sin lugar sabido y probado en el que recordarle, y no sólo eso del barranco de Víznar. Cómo explicárselo a un estudiante japonés o sueco de filología hispánica. Uno de los poetas más conocidos y admirados del planeta, ajusticiado, apenas empezaba la Guerra Civil española, en Granada, un sitio tan chico en 1936, y que aún sus restos estén perdidos y sin rastro…

Niños de guerra. El niño sirio Omran no está muerto. El crío al que tanto partido se le ha sacado en las pantallas (heredero mediático de aquel otro niño sirio, Aylan, cuyo cuerpecito sin vida lamían las olas turcas en la orilla) es igual que cualquier niño con la cara sucia y lleno de arena en la playa de Málaga. Igual que el mío y de la misma edad. Cuando en el vídeo se toca la cara húmeda y se llena la mano de sangre, ya en el interior de una ambulancia, sentadito como un niño obediente pero al que acaban de sacar bajo los escombros tras la bomba, tiene la misma reacción que mi hijo cuando se ensucia la mano de chocolate o yogur, se la limpia en el sofá como si no lo viera nadie. Omran, como si no le estuvieran grabando, también se la limpia en el asiento. Como si eso pudiera convertir la sangre en chocolate, quizá. Como si eso pudiera borrar la herida que a tantos nos horroriza y cuya sangre, sin embargo, no cortan.»La sangre bajaba por el monte y los ángeles la buscaban, pero los cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos»…

Berlín-Río. 80 años se cumplen en estas Olimpiadas de las celebradas en Berlín bajo la escudriñadora mirada de Hitler. El horror latente de lo que estaba ocurriendo en Alemania se mezcla con los bellos planos de la película Olympia, rodada por la controvertida Leni Riefenstahl, fuera nazi o no, para mayor gloria de la perfección atlética de la endiosada raza aria. Qué raro que todo viva mezclado. En estos días en que el medallero español está sumando momentos de esfuerzo cargados de dignidad y victoria en el esforzado Río de Janeiro, también se cumplen 80 años de las cuatro medallas de oro que obtuvo Jesse Owens en aquellas Olimpiadas alemanas. Aquel atleta negro norteamericano descendiente de esclavos le metió su puño alzado en lo más alto del podio al agrio, más que ario, Adolf. Con el tiempo se ha contado y llevado al cine cómo, al volver a su país, Owens sufrió la discriminación racial de nuevo.

Historia de un abrazo. Pero hubo en Berlín un abrazo entre dos atletas para la pequeña historia, ésa que encierra la grandeza que la mediocridad destierra. Lutz Long era el atleta predilecto de Hitler. De buena familia, ario puro de apariencia, 1,90 de altura, rubio, ojos azules, gran deportista. Pero en la fase clasificatoria de salto de longitud mostró cercanía con el negro americano. Tras dos nulos de Jesse Owens, Long se le acercó y le tranquilizó. El tercer salto clasificó a Owens. Ya en la lucha por las medallas, el americano relegaría a la plata al alemán con un salto de 8,06 ms, récord olímpico que duró 24 años. Ambos se abrazaron y Long levantó el brazo de su admirado rival. En el documental recientemente dirigido por Véronique Lhorme: Jesse Owens et Lutz Long. Le temps d’une étreinte, se puede disfrutar de aquel abrazo que el alemán pagó caro. A pesar de que las figuras deportivas no eran reclutadas, él recibió la orden de incorporarse a filas. Murió en 1943 durante la invasión aliada de Sicilia. Owens visitó a su familia y declaró: «Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Long en aquel momento».

Historia de un abrazo. «Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos estrellaban ampollas de laguna sobre las paredes del templo». Aunque para muchos el Congreso es un templo democrático, demasiados se declaran ya hartos de lo inmundo del partidismo que lo habita. Las elecciones del 26 de julio nos obligaron a hacer lo que nuestros representantes, proporcionales a la voluntad expresada por primera vez, no fueron capaces de hacer. Muchos no irán a votar una tercera vez, fuese en Navidad o cuando fuese (quizá se aprovechen de ello los que votarían a los suyos siempre y pase lo que pase). Yo tampoco iré… Porque hoy es Sábado