Un día de finales de febrero, tras un brunch que incluyó dos huevos fritos, algo de salmón y casi un litro de café con leche en un recoleto y elegante lugar a espaldas del Museo del Prado, salimos a andar, mejor dicho a rodar, por esas calles preprimaverales madrileñas. Era uno de esos días de cielo azulísimo, velazqueño, que a veces tiene Madrid en invierno. Frío muy moderado. Andando, andando, dos horas y pico después, con paradas en escaparates, grandes almacenes, meaderos o esquinas arquitectónicamente extasiantes, dimos con nuestros pies en Ferraz, que es calle ahora de mucha actualidad y enjundia. Había camarógrafos apostados en la puerta de la sede del PSOE y uno, aunque no de servicio pero periodista siempre, hizo una foto con el móvil al grupo de informadores que seguramente aguardaban el término de una reunión ordinaria y semanal de la ejecutiva federal.

Conocemos bien los madriles (fueron seis años allí estudiando por la mañana y dilapidando la hacienda familiar por la tarde noche) y ya, pese a nuestra evidente juventud y lozanía, no exenta de audacia, hemos cubierto como profesionales de la información un buen número de acontecimientos políticos en toda España, Washington y hasta varias veces en Bruselas, pero las cosas que salen en la tele y de repente uno las ve en vivo me siguen impresionando. No sé bien si conservo algo de catetismo o una brizna de capacidad de asombro. Y sí mucha curiosidad, casi cosa imprescindible para ejercer esta profesión e incluso vivir. Bueno, el caso es que tras un rato oliendo-mirando-oyendo a una prudente distancia continuamos caminando. Unos minutos después paramos en la librería El Aleph, en esa misma calle. Había un hombre mirando el escaparate que me estorbaba un poco para vislumbrar todo el conjunto de portadas que se exhibían. Casi le doy un codazo. Mi mujer me hizo señas de que me fijara en aquel señor. Lo miré. Me sonaba. Seguía empeñado en mirar libros. Con una cara de curioso lector, también, no incompatible, con un aire distraido, como de paseante de provincias que hace tiempo para arribar de nuevo en ferrocarril a su ciudad, luego de alguna gestión en la corte. Era Javier Fernández, presidente de Asturias. Ahora preside de la gestora del PSOE.

Pensamos que tenía semblante melancólico. Iba solo. Me extrañó la ausencia de escolta, pareja, amigo, acompañante, séquito. No será así cuando esté en Oviedo, pensé. Estuve a punto de decirle hola, pero lo malo es que con mucha frecuencia no sé qué más decir tras decir hola. Y el caso es que decir seguidamente adiós me resulta un poco violento. Aquel hombre se alejó. Tal vez debí hacerle una pregunta periodística, sería lo coherente con las líneas anteriores en las que me daba pisto de ser periodista. Me dio corte. No quise molestar. Mis dotes de profeta me hicieron pensar que este hombre tenía aspecto de estar unos pocos añitos más en el Principado y luego retirarse. Puede que vaya a ser así, pero quién me iba a decir (pues anda que a él...) que iba a alcanzar tamaño protagonismo. No compró libro. Creo. Yo tampoco.

Supongo que lo que quiero decir con todo esto es que más allá de los focos del personaje público hay un hombre privado. En este y en todos los casos. Y que este hombre mira libros. Eso siempre es bueno. Y que practico el brunch. También quería reflexionar sobre el azar, los encuentros fortuitos, el no saber qué te depara doblar la esquina. Ahora tengo algo de familiaridad con Fernández, al que veo por la tele y siempre asocio al dulce pasear. Un pasear borgiano. De Aleph, primera letra de varios alfabetos, pero sobre todo concepto universalizado por ser el título de un cuento de Borges. Cosa que prueba el poder de los libros.