El momentum, una palabreja de moda, define en gran medida el sentido inmediato de las dinámicas políticas. El momentum hace que suba un candidato y baje otro, que se destaque un tema electoral y se difumine otro, que se hable de un asunto y no del contrario. El momentum sería la moda ligada al trasiego de una campaña que ya, por definición, se ha hecho continua año tras año, legislatura tras legislatura. Hubo, hace tiempo, un momento constitucional que exportó a la Europa del Este los valores de la Transición. Eran los años en que Felipe González se codeaba con Kohl y Mitterrand, y recibía el premio «Carlomagno» por su contribución europea. Con Aznar, el momento anglosajón se tradujo en una expresión que hizo fortuna en algunos medios: a nuestro país lo llamaban «The Spanish Bull», del mismo modo que a la próspera Irlanda se la denominaba «The Celtic Tiger». En fin, la ebriedad de las burbujas no es privativa de una sola época; más bien al contrario. Zapatero gozó de su instante privilegiado, que algunos confundieron con la baraka, a pesar de que la rueda de la fortuna nunca gira en una sola dirección. A fin de cuentas, el momentum de Rajoy ha llegado por descarte y se sustancia en una capacidad de resistencia inusual, que acaba subrayando las contradicciones de los demás partidos antes que las suyas propias. Cataluña lleva años sujeta a una hiperventilación soberanista que algunos han querido confundir con un suflé. En tono menor -o quizás no-, esta última legislatura ha visto nacer a los partidos de lo que se ha venido en denominar «nueva política» -Podemos y Ciudadanos-, cada uno con su particular punto álgido. Durante un tiempo, Podemos amenazó con sobrepasar al PSOE y C´s con devastar las viñas populares. El bipartidismo, sobre todo a la izquierda del arco parlamentario, se rompió. Pero, con la formación de un nuevo Gobierno, el momentum parece haber cambiado otra vez de signo.

En realidad, Podemos y Ciudadanos -cada uno a su manera- se han alimentado de las crisis del sistema, ya sea la económica -desde el estallido de la burbuja en 2008-, la territorial o la política. Aunque, a medida que el entorno se va normalizando lentamente, su campo de actuación se reduce. El caso más evidente sería el de Albert Rivera, confinado en tierra de nadie y en obvio retroceso, cuando menos coyuntural. Dividido entre el alma socialdemócrata y antinacionalista de sus orígenes y el alma liberal (y más pactista) que se ha impuesto este fin de semana, uno se pregunta de qué modo -o con qué discurso- puede permear Ciudadanos el debate público. Planteamientos como el del contrato único, la mochila austriaca o la ampliación del permiso de paternidad son de una indiscutible modernidad -uno diría que exigibles y necesarios-, pero cuyo alcance electoral sólo puede ser moderado (por no decir irrelevante). De hecho, la mayoría de los españoles mide su prosperidad relativa de acuerdo a otros criterios mucho más inmediatos: la abundancia -o la escasez- de trabajo, el precio de la vivienda y, sobre todo, el acceso fácil al crédito. Con los bancos abriendo ya la manguera del dinero, a lo que hay que añadir el aluvión de inversión extranjera en lugares concretos del país, las bases de una nueva burbuja empiezan a ponerse en marcha. Es la divertida viñeta humorística que pudimos ver hace unos años en la revista The New Yorker, en la que un bróker borracho y deprimido se arrimaba a la barra de un bar y pedía que le sirviesen «una burbuja más». Quizás la economía sólo funcione a golpe de este tipo de estímulos.

Sin entrar en el Gobierno, Ciudadanos entrega toda la ventaja al Partido Popular, al menos mientras se siga creando empleo y los vientos de cola -tipos de interés, inversión exterior y precio del petróleo- le sean favorables. La crisis de visibilidad de C´s se extiende a todos aquellos partidos que no quieren ensuciarse con el barro de la gestión diaria, quizás porque -como ya observó con su cinismo habitual Giulio Andreotti- «el poder desgasta sobre todo al que no lo tiene». Y más cuando la debilidad parlamentaria le deja a uno en tierra de nadie.