Al menos desde Platón sabemos que cuando uno se pasa el tiempo mirando las estrellas es fácil que, por haber perdido de vista la tierra, acabe cayéndose en un pozo. Es lo que el filósofo helénico contaba, en uno de sus diálogos, de su antecesor Tales de Mileto, que provocó, por cierto, la risa de una muchacha tracia testigo de ese accidente. Esopo, varios siglos más tarde, hace protagonista de una de sus fábulas a un astrónomo, que también se cae en un pozo por entretenerse en estudiar las estrellas y que recibe el reproche de un posible salvador por haber descuidado lo de abajo en beneficio de lo de arriba. Las estrellas son hermosas y se merecen nuestra atención, pero no a costa, parecen sentenciar ambos, de que su belleza y misterio pongan en riesgo nuestra integridad física. O dicho de otro modo: la filosofía, para ser útil y verdadera, tiene como primera obligación mantener los pies en el suelo.

También es digno de ser tenido en cuenta el hecho de que la risa de la muchacha tracia del primer caso se haya metamorfoseado en el reproche del hombre de la segunda anécdota. Por un lado, porque, al transformar una reacción espontánea e inocente, la risa, en una reconvención de carácter moral, el reproche, hace de la ligereza gravedad y, peor todavía, de una amable intrascendencia compartida por dos personas de carne y hueso (el filósofo y la muchacha concretos que cruzan esa pequeña historia) una trascendencia adusta puesta al servicio de arquetipos humanos, apotegmas o doctrinas. La muchacha y el filósofo conseguían, muchos siglos después, hacernos sonreír a nosotros y otorgarnos la gracia de saber, de manera repentina y definitiva, que el pensamiento y la risa no deben alejarse demasiado el uno de la otra si quieren tener sentido. El astrónomo y el hombre, por el contrario, nos obligan a arrugar el entrecejo e intentan convencernos de que pensar es equivalente a alguna clase de esforzada concentración cuyo escrutinio final no tendrá tanto que ver con la vida en su desnudo acontecer como con alguna teoría cuanto más deshumanizada mejor.

Por otro lado, que la muchacha se haya vuelto hombre en el transcurso que va de Platón a Esopo tiene su importancia (y ello al margen de condicionamientos sociales, históricos o filológicos): en ese cambio de género hay, solapado, el mensaje de que una cosa es pensar o mirar las estrellas con mujeres como testigo y otra distinta hacerlo para los hombres. Las mujeres traducen las ideas y sus efectos en risa, es decir, en música, danza, cuerpo o, por decirlo con María Zambrano, en razón poética. Los hombres, a su vez, hacen que esas ideas y esos efectos acaben encadenados a un silogismo, que estará encadenado a un tratado, que logrará encadenarnos a sus lomos bien encuadernados a los que habitemos en sus proximidades. Son generalizaciones, y además en ambos ejemplos hay un hombre caído dentro de un pozo al que no debemos olvidar, pero sirven para recordarnos que el único pensamiento que sirve a la causa de mejorarnos como personas y como especie es el que nos mueve o nos conmueve o nos pone en movimiento: pensamientos que emocionan y emociones que hacen pensar; pensamientos que ven estrellas en el fondo de un pozo y pozos en las estrellas; pensamientos que estallan en carcajadas antes que pensamientos admonitorios que vuelven estéril todo lo que tocan. O la risa como única filosofía válida cuando todos, como está pasando, vayamos cayendo uno por uno dentro de un pozo.