La Justicia va mal, pero no tanto. ¿Qué sería de nosotros si dejáramos de creer en la Justicia? ¿A dónde huir entonces? Hay patinazos de todos los calibres y estratos sociales, no les digo que no. También los hay en el SAS o en la Agencia Tributaria. Son los fallos personales o técnicos de todo engranaje. Los dramas de todo sistema. Inaceptables, sí. Pero, algunas veces, también inevitables. Con esta premisa sobre la mesa, también es cierto que si la imagen de la Justicia suele estar en entredicho no se puede obviar, por el contrario, que el valor que dicha institución representa toma altura a hombros de los profesionales que, día a día, se dejan el pellejo procurando tramitar y discernir una solución ecuánime y justa. Y es que al final, le pese a quien le pese, son los integrantes del Poder Judicial y los cuerpos funcionariales a su servicio quienes dotan de estabilidad al sistema y engrandecen a las instituciones. A pie de calle, o de juzgado de primera instancia, es donde ruge la maquinaria del tercer pilar social junto a Sanidad y Educación. Una administración, la de Justicia, cuyos trabajadores han aguantado todo lo que se les ha venido encima sin que nadie les eche cuentas, al igual que ocurría con los soldados de los viejos tercios de Flandes. A pesar de los recortes salariales, la falta de personal y la escasez de medios, las oficinas judiciales procuran constituirse en claros garantes del equilibrio y la paz social. Y es por ello, por lo que representa la idea de Justicia y el empeño de sus profesionales, que una sede judicial no debe caer en la indignidad estructural, situación que nada tiene que ver con la austeridad. Los edificios que albergan dichas sedes deben de ser respetuosos en sus espacios para con los trabajadores que las sirven y eficaces en su funcionalidad para el usuario que las precisa. Pero sepan ustedes, se lo digo yo, que muchos juzgados de la costa subsisten de manera indecorosa. Por no ir muy lejos, verbigracia, les puedo contar que en un partido judicial de cuyo nombre no quiero acordarme, antes de llegar a Fuengirola, existe un edificio judicial caído más que en desgracia. Así, por ejemplo, la sala de espera de su Registro Civil no debiera limitarse al tranco de la puerta. Las colas de usuarios rodean la manzana a diario. Y si llueve, hacinamiento en el rellano y colapso de entrada y de salida. No hay espacio interior para acoger, ni bien ni mal, el cómputo de público que se gestiona cada jornada. Y si nos adentramos en el resto de juzgados que asume el edificio, comienza a suspirar la pituitaria. El hedor que rezuman las antiguas cañerías, o lo que sea que irradie esa suerte de pozo séptico que pareciera inspirar el espíritu del inmueble, no tiene solución alguna. Por otro lado, o por el mismo, la prevención de riesgos laborales también flojea. No se conoce plan de evacuación ni existe posibilidad de apertura alguna en los ventanales de las oficinas. En definitiva, que no hay ventilación ni más salida que la puerta principal. Si aquello echara a arder con gente dentro el espectáculo estaría servido. Y del fuego pasemos al agua. Más de una vez se han inundado las dependencias judiciales porque hay ciertas tuberías, procedentes de la instalación del aire acondicionado, cuya salida, hasta hace poco, desembocaba en su interior. Esta situación obligaba a acarrear con cubos de agua los derrames de las mismas, lo cual, les confieso, no dejaba de inspirarme cierto encanto naturista. Y de las humedades en la pared ya hablaremos otro día. Yo podría seguir, pero quede como ejemplo la muestra. Y no les contaré lo que ocurre cuando llueve por no meter a los perros en danzas, que ya por sí solos, como diría Cela, danzan más de lo conveniente. Con todo y con ello, a pesar de los pesares, el motor judicial resiste y asume tempestades, ausencias y desaires de fuera y de dentro. Aparentemente olvidado en los debates de los poderosos pero sintiendo como un privilegio propio el compromiso diario de poder servir al sistema desde lo público. Ya les he dicho antes. Como los viejos tercios de Flandes.