El hecho constatado de que las cadenas de televisión sólo pongan las buenas películas en horas de mínima audiencia, cuando la gente que trabaja necesita estar durmiendo, no se debe al sadismo de los programadores, sino a la mínima audiencia de las buenas películas. Los malos programas gustan más a más gente, captan más espectadores y reclutan por tanto más publicidad. Este gusto de la mayoría por los malos programas debería preocupar, pero veamos las cosas con perspectiva: si la inmensa mayoría fuera al final redimida de su frecuente mal gusto, la minoría más o menos selecta dejaría de existir, absorbida por la masa otrora vulgar y convertida al buen gusto. Incluso ya no se podría hablar de buen gusto, al no existir el malo, con lo cual no se habría echado ninguna levadura en la masa en cuestión. Así que, siendo todo tan complicado y dialéctico, mejor dejar las cosas como están.