La basílica dei Frari es una de las grandes iglesias góticas venecianas. Su interior funciona como panteón de ciudadanos ilustres, y a él llega el viajero conteniendo la emoción para presentar sus respetos al maestro. No es fácil encontrar su tumba; las naves están ocupadas por aparatosas acumulaciones de mármol dedicadas respectivamente a Tiziano, Cánova y diversos dux de la Serenísima. En el suelo la última de las capillas, la de los milaneses, se halla por fin el objetivo de la visita: una discreta lápida en la que puede leerse la inscripción «Claudio Monteverdi. IX.V.MDLXVII - XXIX.XI.MDCXLIII» y sobre la que nunca faltan rosas frescas, por cierto. El viajero se siente reconfortado ante semejante muestra de sencillez, especialmente después de los excesos observados poco antes bajo esas mismas bóvedas, y piensa que Monteverdi se habría sentido incómodo bajo un mausoleo ostentoso.

Estos recuerdos acuden a la memoria este año en que se conmemora el 450º aniversario no ya de su muerte sino de su nacimiento, y es grato comprobar que hoy Claudio Monteverdi está presente en el callejero de la ciudad de Málaga, aunque sea en la forma de un modestísimo callejón sin salida en la Colonia de Santa Inés. Claro que sería más grato aún que estuviera presente en la agenda musical malagueña, en la cual durante esta temporada -salvo error u omisión de quien escribe- no existe traza alguna del genio cremonés. Reconozcamos además que su figura es poco conocida por los no melómanos, a pesar de su importancia capital dentro de la Historia de la Música universal como auténtico fundador del género operístico. Tristes carencias de nuestra oferta cultural y de nuestro sistema educativo.