La economía no se pinta los labios ni su corazón se precipita cuando a los números les sube el pulso del paro. Tampoco se desahoga la corbata ni se arremanga el gesto ante el precario equilibrio a la pata coja entre las afiliaciones a la Seguridad Social y sus bajas de finales junio. El cambio de temperaturas arrastró a la sombra 257.014 empleos de precaria salud laboral hace diez días. Tiempo de sobra para que a los responsables de nuestra, o mejor dicho de la suya, política económica se les corriese el rímel de la mirada o se les secase la saliva grave con las que continúan afirmando que sobre sus alas el país vuela alto. Ni siquiera la oposición que sigue ocupada en hacerse oposición a sí misma, y sin revisar por qué no terminan de funcionar las cañerías que la vinculan con los ciudadanos, hace números abajo y arriba y exige saber qué está pasando de verdad con la enajenación del trabajo en España. Tal vez el impertinente granizo, el insufrible calor de temporada y de nuevo ETA y sus víctimas como paja política en el ojo ajeno sean más importantes que el empleo donde hace tiempo son demasiado normales las peonadas. Ya sabemos que a nuestros políticos cuando se visten de empresa les gustan mucho los juegos de mesa. Unos se aplican como el socialista Plata al monopoly del puerto al que el ministro de fomento le ha fomentado la ley para que fomente el desembarco del progreso privado. Y otros se enrocan como reyes en su tablero mientras los alfiles de su reforma laboral nos manejan igual que peones de playmobil de quita y pon.

Es habitual, en esta España que progresa adecuadamente, que sus empresarios den de baja a sus trabajadores el fin de semana para quitarlos los lunes del sol hasta el límite del viernes y así sucesivamente el empleo del día de la marmota. A otros les toca peor suerte y su jornada sube y baja según las horas de puentes, y de fiestas que guardar. Dicen los que saben que con la ley en la mano la mayoría de estos abusos los perseguiría la inspección del Trabajo, pero ¿hay todavía gente que confíe en estas inspecciones? Lo que está claro es que el sueño de esos trabajadores temporales, y también de los 6,58 millones que cobran al año ingresos por debajo de los 707,6 euros del SMI, consta de tres destinos: Gran Hermano, Supervivientes o entrar a formar parte de los mileuristas en bruto. La bendita condición de más del 30% de los españoles, según datos recientes del INE y de la Encuesta Anual de Estructura Salarial presentada la pasada semana.

Hace doce años Carolina Alguacil escribía una carta al director de un periódico nacional sobre los jóvenes entre 25 y treinta y tantos años, con carrera, másteres e idiomas que no cobraban más de 1.000 euros mensuales. Un perfil de mujeres y de hombres con Europa en la mochila y un futuro que cada vez se parecía menos a lo que les habían prometido. Aquellos pobres mileuristas de entonces desconocían que una década más tarde vivirían por encima de millones de náufragos de la crisis y de las políticas de empleo de Mariano Rajoy. Por debajo de su cumbre de ocho miles del siglo XXI hay 1.131.800 personas con un trabajo temporal o a tiempo parcial, según los datos de la Encuesta de Población Activa. Aquel malestar o desazón de entonces acerca de la injusticia de su situación ha sido sustituido por la conciencia de lo inevitable y de la aceptación ante el miedo a bajar del ranking de la precariedad del sueldo o de terminar en el largo túnel del paro. No es extraño, España cuenta con uno de los salarios mínimos más bajos de los 1.922, 96 de Luxemburgo, de los 1.457,52 de Francia y de los 1.378,87 de Reino Unido. Con este panorama cobrar 1.000 euros al mes supone ser un afortunado, aunque teniendo en cuenta que el país soporta 5,4 millones de personas sin empleo no es fácil no sentir angustia en el estómago porque tener empleo es tener la conciencia y el vértigo de estar en el alambre. Uno de los legados de la Gran Recesión es, como afirma el catedrático de la UNED Luis Garrido, que la mayor parte la sensación de inseguridad y la certidumbre de que se puede caer al pozo en cualquier momento.

El panorama puede empeorar aún más La mayoría de los jóvenes del siglo XXI llegarán pronto a trabajar 14 horas más a la semana, sujetos a la inestabilidad personal y profesional que les impedirá hacer planes a largo plazo y formar una familia. Incluso su horizonte puede empeorar porque las nuevas tendencias apuntan a que el empleo será cada vez más fragmentado, más inestable y parcial.

La precariedad es el eje alrededor del que gira la mayoría de la vida laboral. Un reciente informe de UGT denuncia que cada año se sustituyen 650.000 puestos de trabajo indefinidos por empleo temporal y que los contratos que duran menos de siete días suponen un 25,7 % de todos los contratos temporales. Una precariedad de la que no se han librado los mayores de 50 años, despedidos en su mayoría por los ERES y sustituidos por temporales, de los que 300.000 ya no perciben ningún tipo de prestación a pesar de estar cerca de su jubilación, según daos de la secretaría de Políticas Sociales, Empleo y Seguridad Social. España lleva abonada a la precariedad desde los años ochenta, según cuenta el economista Antonio González, de la plataforma Economistas Frente a la Crisis. ¿La razón? Que los empresarios usan estos contratos para todo y no solo para cubrir necesidades de producción específicas, objetivo para el que fueron concebidos los contratos temporales.

Esta realidad da para mucho. La industria editorial lo sabe y lleva tiempo ofreciéndonos inquietantes lecturas sobre las expectativas laborales, marcadas por el auge de la robotización desocupando personal no cualificado o en ocupaciones vulnerables de los cambios, como La riqueza de los humanos de Ryan Avent y en cuyas páginas se nos alerta acerca de que o la sociedad encuentra modos solventes de hacer frente a la metamorfosis del empleo o el estallido social resultará peligroso. Otros como Utopías para realistas de Rutger Bregman proponen la solución de 15 horas de trabajo semanales y una renta básica universal. La propuesta conlleva el interrogante de dónde saldría el dinero para sufragarla, con una Hacienda cautiva de la pobre recaudación. La salida se parece cada vez más a la de un intrincado laberinto virtual. No hay fórmulas ni hilos de Ariadna que faciliten la labor por mucho que nos hablen del cambio del sistema educativo, más enfocado a un mundo entre las finanzas y la permanente actualización tecnológica; del modelo comunal del trabajo; de la importancia del emprendimiento -sobre el cual he preferido dejar en blanco la precariedad de los numerosos autónomos a los que la política sólo le ofrece parches y zanahorias-; o de la capacidad de resistencia de trabajos que dependan del talento creativo como elemento diferenciador y competitivo o de perfiles especializados en el ámbito digital. Todo esconde una letra pequeña que en un futuro cercano determinará la venta de nuestra alma al viejo diablo del capitalismo que muta y arrasa sin parar los antiguos campos del Humanismo, de los derechos sociales y del bienestar.

Bauman lo dejó muy claro. Antes los medios de subsistencia estaban vinculados a tener un empleo total. Una promesa desahuciada por un sistema capitalista que sigue buscando lugares y personas que trabajen por un dólar. Mientras esta codicia extendida se mantenga vigente la esperanza es un paréntesis entre el disfrute sin preguntas del presente y el futuro en el que descubrir nuestra supervivencia en el trabajo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es