Detrás de ellos saltan los pescaos. La vida, ajena a todo, destella en la superficie del mar en calma. El niño intenta atrapar un pez en la orilla con su cubito de playa. El agua le llega a la cintura. Nada importa si al padre el agua le llega al cuello. Sólo su felicidad importa.

En la madrugada se te va a morir alguien querido en Málaga (Manolo Maeso, presidente de la asociación Carta Malacitana). Con ese dolor aún por llegar miras al niño arrojar el cubo una y otra vez al cardumen de pececillos que se asoman a la superficie. La preocupación por una amiga, de ésas que son tu familia, ocupa tu cabeza desde que le han diagnosticado células malignas un par de días antes de que el sol espejee en la espuma de esas olas que apenas lo son. Ni siquiera un rostro de quienes ya abren las fiambreras, o de quienes corrigen la posición de esas sombrillas que salpican de colores alegres y artificiales el color de la arena tostada, parece expectante por la comparecencia inminente. Mañana -por ayer- declarará como testigo por primera vez en España un presidente del Gobierno por la presunta financiación ilegal de su partido. Al mar, a los peces, al sol, a la arena les da igual todo lo que nos pase -entiéndase la apreciación como licencia poética, con su puñalito existencial clavado dentro-. La playa es un paréntesis y mi niño la frase que encierra.

Un muchacho con gafas de sol amarillas utiliza una red de plástico en la que venían envueltas unas paletas de madera y una pelotita verde. Unos críos han pedido pan a sus madres y el chico pone un trozo dentro de la redecilla. El niño abandona el cubo con ilustraciones de dibujos animados por un instante y junto a otros chaveas espera como si le fuera la vida en ello. Entonces pasa la vida de nuevo, subida en eso que llamamos tiempo. Ante el asombro de todos, un alevín de algún pez típico del litoral mediterráneo cae en la trampa. Una vez capturado en la red, el muchacho que no se quita las gafas de sol ni en el agua se lo da a uno de los chiquillos para que lo meta en su cubo. Bastante gente se acerca a comprobar qué pasa. Sonríen, se asombran, comentan. Sin conocerse se conocen para volverse a desconocer y todo vuelve a la calma.

El pececillo salta una, dos, tres veces fuera del cubo y tienen que reducirle la cantidad de agua para que no esté tan cerca del borde. No resulta difícil utilizarle como metáfora al verle intentando escapar. Cuando saltaba fuera del agua en el mar parecía darse un alegre chapuzón a la inversa, o eso supongo. Ahora, sometido a los márgenes de su trampa, su salto resulta desesperado. Quizá la insistencia de su intento una y otra vez y su escasa talla provocan cierta piedad razonable en la familia que ha puesto el cubo con el pececillo a la sombra y por eso las mujeres convencen a un crío para que lo devuelva al agua. Y el chiquillo ríe tanto al verlo nadar rápido hacia el fondo como, en el fondo, nos reímos tú y yo.