Adoro el Báltico, al que pongo junto al Mediterráneo de los dioses antiguos, o el Índico de las islas mágicas, en el altar de los mares que llevo en el corazón, como las pequeñas patrias íntimas que Borges evocaba en su casa del barrio antiguo de Ginebra. He tenido la feliz oportunidad de conocer e incluso de explorar sus orillas. Incluso las de la Estonia recién liberada por Gorbachov y la transición de la antigua Unión Soviética en los finales del siglo pasado. Surqué las aguas del archipiélago de Estocolmo en un caluroso verano con Concha, mi mujer, en la embarcación de unos muy queridos amigos suecos. Eran aguas festivas, pues el verano es época sagrada en ese reino amable, al que tanto he querido y sigo queriendo. Eran aguas pacíficas. En las que el navegante prudente debe evitar algún ciervo que otro, nadando altivo entre las islas.

Conocí hace ya tiempo las aguas bálticas de Alemania, tan evocadas por los pintores y la gran literatura. Y las aguas en las que navegó el "Racundra", el modesto velero de un pundonoroso navegante inglés, protagonista de un libro maravilloso. También he estado no pocas veces en la "ciudad blanca del norte", Helsinki. La capital de la indómita Finlandia. La que fundara un gran rey de Suecia, Gustavo Vasa, en 1550. Un siglo después decidieron que estaba demasiado lejos del mar. Tenían razón. A 5 kilómetros la levantaron de nuevo, ya en el Báltico. Por expreso deseo del Zar de todas las Rusias Alejandro I, Helsinki se convirtió en 1812 en la capital del Gran Ducado de Finlandia.

Pero nunca he estado en Kaliningrad, la antigua Königsberg, la patria de Kant, históricamente la capital espiritual de Prusia. Pertenece desde 1945 a Rusia. Su inmensa base naval apuntala la presencia de la Federación Rusa en el Báltico. En aquellos no tan lejanos tiempos de guerras enloquecidas y de millones y millones de víctimas inocentes, la antigua Königsberg fue literalmente pulverizada, como tantas otras ciudades de Europa. Al final de la Segunda Guerra Mundial fue anexionada por la Unión Soviética. Sus habitantes alemanes fueron expulsados en su totalidad. Tuvo Königsberg unos comienzos tan violentos como su final. En 1254, la fundaron los Caballeros Teutónicos, aquellos temibles guerreros germánicos de la Edad Media que ya practicaban entonces la limpieza étnica. Como tantos otros.

La guerra dejó pocos vestigios en pie de la antigua Königsberg. Los soviéticos dinamitaron lo poco que se salvó de los bombardeos. El nombre de Königsberg fue abolido en 1946. La ciudad fue rebautizada por los nuevos gobernantes rusos como Kaliningrad, en honor de Mikhail Kalinin. El entonces recién fallecido presidente del Presidium del Soviet Supremo de la URSS. La catedral, una de las maravillas del gótico alemán, había ya sido destruida por las bombas de la RAF británica. Los rusos la reconstruyeron después de la caída del muro de Berlín. Aparte de la hermosa catedral y algún que otro edificio notable, las únicas huellas alemanas que se encuentra el visitante son las tapas de fundición del alcantarillado de la ciudad antigua. De hierro forjado y aparentemente indestructibles. Se puede leer en ellas esta leyenda con el nombre del fabricante, un eficiente representante del genio industrial de Alemania: "L. Steinfurt A.G. - 1937 - Königsberg."

También tenemos a Kant, metafísico y filósofo. Aquel gigante del pensamiento que nunca quiso salir de su Königsberg natal. Los nuevos amos rusos de la ciudad respetaron siempre su memoria. Hasta el extremo de haber cambiado el nombre de la nueva Universidad Rusa de Königsberg. Decidieron un día llamarla Universidad de Immanuel Kant. Espero poder regresar algún día al Báltico, ese mar misterioso, generalmente crepuscular, que quizás he conocido en alguna vida anterior. En las manos de la Santa Providencia lo dejo.