En una sociedad como la española de hogaño donde la reflexión prácticamente ha desaparecido, anulada por oleadas de tuits que compiten por conseguir el máximo eco viral para alguna de las imbecilidades que se le ocurre a cualquier indocumentado, es tremendamente peligroso dejar que la opinión pública se vaya «in-formando» por los mensajes que se lanzan a través de las redes sociales.

Y esto ocurre con algo fundamental en el debate político actual. Me refiero a las palabras federalismo y plurinacionalidad. Conceptos que dudo mucho sepan de qué hablan quienes los utilizan. Ejemplos recientes y reveladores están en la retina y el oído de todos.

Limitémonos al federalismo. Su uso presenta grandes similitudes con algo sobre lo que Cervantes ironizó magistralmente. Don Quijote tenía, en su delirio, el secreto para curar todas las dolencias del cuerpo humano gracias a su mala digestión literaria de los cantares de gesta: el bálsamo de Fierabrás. Pues bien, en la redoma política española hay muchos que consideran a la palabra «federalismo» como la poción mágica para solucionar los males políticos que nos aquejan.

La prueba es el guirigay que los socialistas de distintas comunidades han montado al poner apellidos a esa palabra talismán tratando de llevar las aguas a su molino -es decir a su chiringuito político, cada vez más reducido-, y olvidando que lo fundamental no es el molino autonómico sino la fuente común que organiza el suministro de agua que se llama España. Si ésta deja de funcionar, o lo hace a criterio individual de cada molinero, acabará arruinándonos a todos. Un abastecimiento que, por cierto, cada vez depende más de Europa y del resto del mundo.

Y el batiburrillo tiene raíces más profundas en la enorme confusión en que se debate el socialismo español. A los problemas ideológicos sobre la socialdemocracia en Europa añadimos los derivados de la «comprensibilidad» con los nacionalismos y, peor aún, con el independentismo. Su consecuencia es clara viendo la evolución de los resultados electorales socialistas en las comunidades autónomas «nacionalistas».

Porque el nacionalismo es profundamente burgués, reaccionario y, en tiempos, hasta fascista. La izquierda radical ácrata y anticapitalista lo tiene muy claro y, por eso, al apoyarlo ha encontrado la fórmula para avanzar en sus utopías. Pero, ¿qué hacen los socialistas colaborando en su deriva? Porque ese nacionalismo se envuelve en falaces y fabulados derechos a decidir, a la autodeterminación, esgrimiendo el discurso de la insolidaridad, el egoísmo, y la presunta superioridad cultural asentado en mentiras difundidas por métodos propagandísticos que el mismo Goebbels envidiaría.

Una perorata que constituye un insulto para quienes, desde las regiones retrasadas de España (habría mucho que hablar de las seculares raíces de su atraso más allá de explicaciones simplistas) y desde una perspectiva socialdemócrata, asistimos perplejos a la comprensión socialista, envuelta en el celofán de un federalismo «asimétrico» según unos, «multinacional» para otros, que pretende apaciguar a los que, por principio, nunca van a estar cómodos con nada que se les ofrezca.

Porque se olvida que socialismo es internacionalismo, es igualdad, es solidaridad…; por eso, la perplejidad aumenta cuando muchos con carnet socialista están pensando en institucionalizar la completa desigualdad territorial y personal traicionando, en mi opinión, el espíritu y la letra de la Constitución. Y frente a los problemas en Cataluña se pretende imponer la idea preconcebida de que la solución es el federalismo.

Para sus propagandistas los estados que mejor funcionan son los federales y, curiosamente, siempre citan los mismos ejemplos: Alemania y Austria, de federalismo «cooperativo»; y Estados Unidos, Australia y Canadá, de federalismo «competitivo». Pues bien, tanto o mejor que estos, funcionan algunos «no federales», como las monarquías parlamentarias nórdicas, Países Bajos, Dinamarca, el Reino Unido, o la República Francesa. Por el contrario, la Monarquía Federal Belga y la Federación Rusa no son buenos modelos y, mucho menos, otros países federales como Méjico, Brasil, Argentina …; por no recordar el desastroso final de la República Federal de Yugoslavia. En consecuencia digamos toda la verdad, porque las verdades a medias se traducen en grandes mentiras.

Las dimensiones de los territorios

Con esto quiero resaltar que no existen Fierabrases políticos sin tener en cuenta la población, la economía, el territorio… Por eso resulta inquietante que haya quienes, desde su sólida formación teórica pero también desde apriorismos ideológicos, aboguen acríticamente por un «federalismo competitivo» a semejanza de Estados Unidos, Canadá y Australia. En su análisis ignoran las raíces, la historia, la cultura, la geografía de los pueblos, así como su propio devenir en la globalización mundial que condiciona todo. Se olvidan de que esos países no son simplemente tales sino continentes. Que sus densidades de población, de 36, 3 y 4 habitantes por kilómetro cuadrado respectivamente, son muy inferiores al centenar largo que tiene como media Europa Occidental. Que las distancias que evidencian sus diferentes husos horarios juegan un papel fundamental en su organización social, política y económica. Que la dimensión de cualquier territorio federado en esos países supera con creces la de cualquier país europeo occidental. Que su base demográfica, cultural y religiosa carece de homogeneidad. Que su origen como estados es muy reciente. Salvo los Estados Unidos -de 1776-, los demás ejemplos son de finales del XIX y principios del XX. Y así podríamos ir desgranando razones que justifican ese sistema político en esos estados, pero desaconsejan radicalmente su trasplante a España por absoluta inadecuación a nuestra realidad.

En definitiva, plantear «la competitividad», o «la asimetría», entre comunidades autónomas «federadas» en el escenario cada vez más global de la geoestrategia, economía, y política actuales donde se juega el futuro de la humanidad, es de una miopía inconcebible.

Propugnarlo para España no solo es ir contra los objetivos y valores que compartimos de la Unión Europea y traicionar nuestra historia, sino pretender la vuelta al malhadado cantonalismo del XIX y a un aldeanismo retrógrado y suicida.