El fútbol ha crecido mucho, sí, pero a costa de ensuciar el aire que respiramos los futboleros. El antropólogo británico Brian Fagan, que ha estudiado como casi nadie la historia del cambio climático, explica que durante siglos las casas y los palacios se calentaron con leña, que olía bien y era más limpia que el carbón, pero que empezó a resultar cara debido a la deforestación producida, a su vez, por la edificación, la construcción de barcos y la rápida expansión de la agricultura. Así, a mediados del siglo XVII, el carbón era el principal combustible en una ciudad como Londres, un consumo que se disparó debido al desarrollo de la máquina de vapor, que hacía posible la extracción de carbón a grandes profundidades y que permitió atender a las necesidades cada vez mayores de las fábricas, los barcos de vapor y las locomotoras. ¿Cuál era el gran problema del carbón (aparte de los peligros que implicaba su extracción)? El humo contaminante que producía. En el mismo Londres, a finales del siglo XIX, el humo, la suciedad y el polvo del carbón lo impregnaban todo, ahogaba a los ciudadanos y liberaba en la atmósfera enormes concentraciones de dióxido de carbono. Como recuerda Brian Fagan, incluso el mismísimo Sherlock Holmes tuvo que encerrarse en una ocasión en su domicilio del 221b de Baker Street debido a la densa niebla que cubría Londres.

En el fútbol estamos viviendo una situación parecida. Durante mucho tiempo, el fútbol se alimentó de la leña de los partidos en el estadio de los que casi nadie, más allá de los espectadores, sabía casi nada. El fútbol no estaba sometido al marcaje implacable de la televisión, y los inversores no compraban equipos de fútbol ni los jugadores se hacían antes con un representante hábil que con un par de buenas botas. Todo es política, de acuerdo, pero hubo un tiempo en que el fútbol no era la continuación de la política por otros medios, ni las gradas se escudriñaban con lupa política ni se convertían en el altavoz de independencias, afrentas y orgullo nacionalista, ni eran objeto de estudio de Sheldon Cooper para una entrega de su delicioso programa «Diversión con banderas». Los estadios no llevaban apellidos, o nombres, pagados a precio de oro. El Barça siempre fue más que un club, pero no había necesidad de colocarse al lado de la ilegalidad ni de decir amén a toda la mitología inventada por los pseudocientíficos de la patria catalana. Los aficionados hablábamos de fútbol, y nadie interrumpía un debate futbolero para introducir un concepto independista en la coyuntura de la Liga. Ahora, sí. ¿El Barça es líder? Pues que juegue la Liga catalana con el Girona y el Lleida, a ver qué tal les va. Vaya, otra vez esa cantinela. Sólo estábamos hablando de fútbol… El historiador del arte Hans Neubeger tuvo la gran idea de analizar en cuarenta y dos museos 6.500 cuadros pintados entre 1400 y 1967 y llegó a la conclusión, tan asombrosa como lógica, de que los pintores del siglo XVIII y principios del XIX solían incluir en sus cuadros nubes que ocupaban entre un cincuenta y un setenta y cinco por ciento del lienzo. Neuberger sostiene que esa obsesión por las nubes era debida al aumento de la contaminación del carbón, que explicaría por qué artistas como John Constable y Joseph Turner incluían en sus cuadros nubes que ocupaban gran parte del lienzo. Cuando los historiadores del fútbol analicen la estética y la ética de este deporte a principios del siglo XXI, hablarán de las enormes nubes contaminantes que ocupaban gran parte de la información futbolística: dirigentes corruptos, fichajes y sueldos asquerosos en su desmesura, bancos y fondos de inversión, representantes imponiendo su ley como en el Salvaje Oeste, clubes de fútbol obligados a estar a un lado u a otro de no sé qué, estadios donde la grada es el mensaje y aficionados que confunden la grada con el ágora. Más carbón. Es la guerra.