La vida se mira de cerca, sosteniéndole la mirada. A cara descubierta escuchando lo que dice por dentro del ruido y del silencio. Lo de fuera es fácil, todos nos reconocemos. Una de las mejores maneras de hacerlo es a través de la fotografía. Esa que no roba intimidades ni compone ficciones de realidad. Una fotografía que no toma distancia, que respira la imagen, la desnuda en blanco y negro, intuye el instante y descifra su alma. Es la que lleva haciendo más de cuatro décadas Nicholas Nixon en busca siempre de la esencia humana, libre de cualquier máscara. Igual que Chejov para el que la vida en escena debía ser lo que era en realidad. Ese es uno de sus principales objetivos. Y también el tiempo que convierte en poemas. Lo enfoca, a pelo lo mira a los ojos, sin ninguna condición, y lo retrata para contarnos del tiempo su caligrafía, sus texturas, sus paisajes, su maltrato y sus facturas. También sus caricias. Nixon nos enseña que la vida consiste en convivir con ese aliento misterioso que nos mueve, nos talla, nos embellece, nos enajena, nos desaloja.

La mejor manera de entenderlo, de enfrentarnos a su mirada, la del tiempo, y estrechar su mano, es con la espléndida exposición de Nicholas Nixon abierta en la Fundación Mapfre hasta el 7 de enero próximo. Un viaje cultural, introspectivo, sincero, a través de 212 piezas fotográficas en blanco y negro, que pueden habitarse como si uno estuviese a dos pasos de lo que sucede. Da igual que sean calles, porches, panorámicas, amantes, edificios desde el vértigo en alto, enfermos de Sida o las cuatro hermanas Brown durante 41 años retratadas desde la sombra cómplice que, en algunas fotografías, se interna al otro lado del enfoque queriendo ser una de ellas. Todas son detalles, gestos, silencios, dignidad, la realidad indómita y cotidiana con las que la mirada, la luz y el encuadre escriben imágenes que nos cuentan y nos descubren por dentro conversando con ellas. Tal vez porque, como dice Carlos Gollonet, comisario de esta retrospectiva, abordan temas que forman parte de nuestra propia experiencia.

Todo empezó en 1968 con una Leica de pequeño formato y otra de 4x5 pulgadas para investigar el mundo desde la naturaleza, con una mirada que cruza por ella, muda, sin interrogar, aproximándose tan sólo a la piel de la luz, al paisaje suspendido en la cumbre del aire, recostada junto al blues de un río. El joven fotógrafo de Detroit explora las islas en soledad hopperiana de Alburquerque: Harry´s Diner, una caseta de burritos y tacos varada en una carretera entre dos fronteras, junto a la antena de reclamo coronada por una estrella de neón; se asemeja el conjunto a un viejo transistor Wenders de voces fantasmales que dedican una canción. También está el Mar Motel, un oasis en el desierto, la luz quema, limpia y salvaje, sin encontrar un horizonte sobre el que ponerse de pie y otear más allá. Esa falta de perspectiva aérea lo condujo a enfocar los ocho miles urbanos de Boston. La bruma de los gigantescos colosos de la codicia, las arquitecturas de la ambición y del dinero formando un bosque de panales del trabajo y luces insomnes. Ambos paisajes eran naturalezas muertas, el aprendizaje de mirar en blanco y negro con trípode para pupilas de 8x10. Nixon necesitaba retratar risas, promesas, intenciones, tristezas noqueadas, escondrijos de la mirada. Criaturas del tamaño de un hombre.

Así empieza lo mejor y más hermoso de su trabajo. De nuevo 4x5, esta vez a pulso, en los márgenes de Boston donde el río Charles cambia cada día al paso de la gente que baña sus pensamientos en su curso. Ese padre con su hijo de torsos desnudos, dos edades en el espejo del agua, igual que una pintura de Seurat en Asnières sur Seine. O el amor de una pareja en penumbra verde, sus cuerpos desordenados suavemente después del diálogo de la piel. A ninguno parece molestarle esa ardilla humana y silenciosa que registra la atmósfera de sus emociones, sin alterar su intimidad. El río también está en una calle de los suburbios de Boston, de Mississippi, de Kentucky. Sus orillas son los porches, ese limbo entre lo privado y lo público. Escenarios de Faulkner, de Cheever y de Eudora Welty -hay mucha literatura en el envés fotográfico de Nixon- en los que enmarca con naturalidad y frescura niños absortos en una escalera componiendo geometrías del descanso; la infancia como el paraíso de la felicidad ruidosa, donde la suciedad es la cicatriz del juego y la libertad; la entrega dichosa del padre cómplice entre risas en contraste con el que reposa ensimismado en su dolor cansado de guerrero al lado de su pequeña princesa, encajados ambos en el vacío de un abrazo que no se toca. Imágenes de humildes héroes y víctimas que no lo saben.

De una edad en construcción a otra erosionada por las olas del tiempo. Los ancianos de 1984 en residencias que visita el fotógrafo como voluntario. El afecto en primer plano, mirado y mirándose. La vida escapándose frágil y en soledad extrema. Impactan la belleza y la ternura conmovedora de sus perfiles de muerte; la zurda de un esqueleto como una herramienta del amor y del trabajo abandonada sobre la mesa; las manos de FK y de MT en los surcos de frente o sobre medio rostro, viejas llaves de la memoria, la identidad que desea desvanecerse a solas. Rostros de adusta quietud fuera de las horas, y tatuados de historias. Me acuerdo de Baudelaire:”un buen retrato me parece una biografía dramatizada”. La más célebre de Nixon es la de su mujer Bebe y sus hermanas, Heather, Mimi y Laurie desde 1975 orladas en el mismo orden, cada año el chequeo luminoso o apagado de las emociones en sus rostros, en sus maneras de enlazarse en abrazos, sólo Bebe lo mira siempre de frente. A medias siempre la foto. De un lado la entrega, y en sus ojos él y su autorretrato. La serie con la que Alice Munro- de nuevo la literatura en la indagación del fotógrafo y su relato- podría dedicarle una historia sobre cómo un hombre cuenta el tiempo en femenino. Lo mismo que hace con las parejas que desnudan su deseo en escorzos, en bocas, en abrazos y coreografías del placer en los que palpita un clima, toda la sensualidad y paz que caben en una caricia. Tan sinceras y desnudas como la serie en la que su mirada viaja cortazariana por su vínculo con Bebe: sus labios en los que el amor no envejece ni pierden su luz las pupilas que se unen en una mirada. La pareja en la metáfora de dos troncos rugosos y firmes, unidos en su raíz y carne.

No hay mundo que Nicholas Nixon no haya visitado de cerca, ampliando desde el silencio de una seducción -la fotografía lo es- la intensidad psicológica del drama o de la felicidad, haciendo visible todo aquello que no lo es -dice bien Gollonet en la lectura de su obra-. En la naturaleza enmarañada en su esplendor y metamorfosis; en los cuentos de hadas americanos en los que dos chicos de Thomas Wolfe juegan con una bicicleta en una calle, quizás la misma en la que un tipo contempla el estallido en un almendro con el que conversa en jarras, y por la que un hombre se detiene a buscar en su cartera sin percibir que la luz lo dibuja en negro en una valla de madera en blanco. En los enfermos de Sida, arropados en su agonía por la ternura de sus padres. O en las mágicas atmósferas de su casa, donde duerme de pie una cortina o la brisa del otoño juega un rompecabezas del cielo estrellado en las escaleras.

Cuando vocifera la política del absurdo, y la violencia estalla la aventura y concordia de nuestros días, nada como refugiarse en esta maravillosa exposición de Fundación Mapfre. La de un ángel del tiempo, y de la vida en gelatina de plata.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es